Siendo un esclavo, José obviamente estaba a merced de la esposa de su amo. La esposa de Potifar intimidó a José con todo tipo de amenazas, incluyendo la muerte, si él no accedía a su seducción.1 Pero entonces José vio una imagen del rostro de su padre Jacob frente a él, de lo que comprendió que estaba obligado a resistir sus tentaciones. El rostro de Jacob le recordó a José que nuestros pecados individuales no son meramente un asunto personal nuestro para los que pueden haber racionalizaciones mitigantes; sino que afectan el balance moral de toda la realidad.
Cuando nos enfrentamos con tentaciones, es tentador convencernos que nadie se va a enterar, que está técnicamente justificado, que sucumbir a ellas es sólo un retroceso temporario y que después nos podemos arrepentir y así sucesivamente. En dichos momentos, nosotros también debemos “visualizar la imagen de Jacob”, es decir, recordar que nuestras acciones no son meramente las acciones aisladas de individuos en momentos y lugares aislados. Nuestras acciones tienen ramificaciones cósmicas; pueden dañar o curar a todo el mundo.2
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