Espiritualmente, este principio se aplica a cada uno de nosotros en nuestra relación con la santidad. Incluso si todo lo que hacemos es nada más que “tocar” la santidad - sin llevar la relación más allá que un mero toque externo - nos volvemos sagrados. Una vez que tenemos una experiencia espiritual, cambiamos para siempre. Podemos intentar olvidar, ignorar, o huir de ella, pero nuestro contacto con el ámbito Divino nunca nos permitirá sumergirnos en la vida mundana, tanto sea sucumbiendo a diversiones vacías o intentando mejorar el mundo a través de medios puramente seculares.
Es verdad que la regla de que todo lo que toca el altar queda consagrado se aplica únicamente a cosas que son dignas de ser llevadas al altar. Pero espiritualmente, cada uno de nosotros está dentro de esa categoría, porque cada judío posee santidad intrínseca; el verdadero deseo de todo judío es hacer lo que D-os ordena.1
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