Este mandamiento no entró en vigencia hasta que la totalidad del pueblo judío no terminó de asentarse en su tierra. Como podemos ver en el libro de Iehoshúa, este fue un proceso que requirió catorce años. Hasta no haber completado la conquista y el asentamiento en la tierra, nadie estaba obligado a llevar sus primeros frutos al Templo año tras año.
La razón de esto es que el ritual de los primeros frutos expresa nuestro agradecimiento por la bondad de D-os, y en la medida en que hubiera un judío — aunque fuera solo uno — sin su parcela en la Tierra de Israel, el pueblo como un todo no podía experimentar pleno gozo y alegría.
Lo mismo se aplica a nosotros hoy en día: mientras exista un solo judío carenciado material o espiritualmente, la alegría del resto de nosotros no puede ser completa. Las dificultades materiales o espirituales de nuestros prójimos judíos —y, por intermedio de ellos, las dificultades de toda la humanidad y la Creación en general— deben inspirar nuestro accionar para remediar esa situación.1
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