Estoy escribiendo estas palabras desde un tiempo diferente.

El año es el mismo, los días son los mismos, pero los meses son diferentes.

El tiempo en el que existo hoy no es solar ni realmente lunar. Es un tiempo bastante individual —creado por Di-s especialmente para mí.

Hoy es un mes cíclico desde mi primera inmersión en la mikvá. Este día, este tiempo, es compartido sólo por tres: Di-s, mi esposo y yo. Hoy soy devuelta al momento mismo de recreación del ser que tuvo lugar por primera vez en el día de mi boda.

En la excitación y anticipación que precedió a la boda, he contado los días, chequeándolos contra el calendario de Di-s y mi propio cuerpo. El renacimiento para el que me estuve preparando tuvo lugar bajo la jupá (palio nupcial). Mi novio y yo, a menudo empantanados con los detalles de los planes de la boda, finalmente comenzamos a concentrarnos más en los preparativos espirituales que necesitábamos hacer para escoltar a la Shejiná (Presencia Divina) a nuestra boda y a nuestras vidas.

La parte más importante de esta autopreparación fue obtener la habilidad de deslizarnos en el tiempo de la mikvá. Este paso probó ser monumental, pues dentro de todo el proceso de planificación, no había nada tan lleno de potencial y significado para mí como la mikvá. De alguna manera sentí que sólo después de haber experimentado esta inmersión podría comprender la unicidad que define la relación entre marido y mujer.

Me encaminé a la mikvá un hermoso jueves, en Rosh Jodesh (comienzo del mes). Había pasado a primer parte del día preparando mi cuerpo para la inmersión. Llenando, recortando, cepillando, empapando, peinando e inspeccionando. Me di cuenta que era la primera vez que pasaba tanto tiempo concentrada en mi cuerpo. Sin embargo, inherente a este momento de completa absorción física había una palpable corriente eléctrica que sentía correr en mí mientras conectaba, por primera vez, los aspectos espiritual y físico míos.

Mientras subía la colina a la mikvá, me vino a la cabeza una canción y me detuve un momento. La canción era Shir Hamaalot, una canción de las ascensiones, originalmente cantada por los levitas cuando estaban parados en las escalinatas que llevaban al santo Templo. Las palabras del salmo hablan de los judíos retornando a Jerusalén como en un sueño, llenos de risas y canciones. Y aquí estaba yo, una mujer judía moderna, sintiendo que las fronteras del tiempo se habían vuelto borrosas. Caminé sonriendo, simultáneamente ahí en ese momento y como parte de todos los tiempos.

Me acerqué sola a la mikvá, y cuando llegué, vi el rostro sonriente de una amiga que dijo "No debes ir sola a la mikvá la primera vez". Mi alegría y nerviosismo mezclados con el consuelo que obtuve de la familiaridad de su presencia y con una sensación de que nunca estaría sola en la mikvá realmente. Sentí mientras entrábamos, que existe una neshamá (alma) colectiva compartida por todos los judíos a través de la historia. La mikvá es el vínculo de todos esos años, el contenedor del alma. Las aguas de la mikvá hoy son las mismas aguas que han llenado otras mikvaot desde el comienzo de los tiempos. Imaginé que al sumergirme en esas aguas, podía, en el silencio bajo el agua oír las voces de mis antepasados.

Luego, mientras la shomeret (encargada de la mikvá) sostenía mis temblorosas manos entre las de ella, el poder de este proceso llenó mis ojos de lágrimas. Pues cuando fui completamente envuelta por esas aguas, me di cuenta que este nacimiento no fue solo de un nuevo yo. La silenciosa voz de la mikvá me dijo que fue el nacimiento de "nosotros". De ahora en adelante, el tiempo para la mikvá debía ser contado por dos. De ahora en adelante, este fusionarse con el alma judía colectiva me posibilitaría fusionarme con la otra mitad de mi propia alma, el hombre que amo.