Mi cuñado Dennis cree que soy la mujer más valiente que conoce, porque me casé con un hombre que tenía la custodia de sus tres hijos adolescentes.
No podia creer que yo fuera capaz de aceptar el terrible desafío de criar a los hijos de otra persona, al mismo tiempo que lo hago con mi propio hijo adolescente rebelde de 14 años. No me pareció para nada una mala idea. Me imaginé que sería divertido, o como mucho, un desafío enriquecedor.
La vida de Dennis, sin embargo, me resulta profundamente espantosa. Vive solo, lo cual me parece espeluznante de por sí. Es un voluntario en una organización que se dedica a auxiliar a gente que se encuentra en peligro, que cree que un buen programa para un fin de semana invernal implica escalar una pared rocosa escarpada, montar una carpa en la nieve, y comer lentejas secas y congeladas. El sueño de Dennis es alcanzar la cumbre del pico más alto de cada continente. El mío es pasar mis años dorados en una ciudad con ascensores y taxis.
La pesadilla de una persona puede ser el paraíso para su vecino.
No me avergüenzo al admitir que siento un profundo miedo hacia el mundo natural. Las alturas, la velocidad y los espacios abiertos amplios me ponen muy nerviosa. Puede que sea una cuestión de genética o quizás porque crecí en Manhattan. De cualquier manera, solo me siento completamente segura cuando me encuentro a menos de diez cuadras de un supermercado que abra las 24 horas, una comisaría y un hospital clínico. Los Ángeles, a donde me enviaron por trabajo hace 26 años, y de donde de alguna manera nunca me fui, es aparentemente una ciudad de primera línea, muy completa en cuanto a las comodidades que yo necesito.
El problema es que para llegar a ellas debía manejar, y todo lo que tiene que ver con el auto destroza mi sentimiento de seguridad. Permanentemente me convenzo que es porque logré sacarme la licencia de conducir recién a los 20 años, pero la realidad es, que eso significa que he estado practicando durante 30 años y sin embargo cada vez que estoy en una autopista me sigo sintiendo como una niña con un permiso de principiante. Y ni mencionemos el conducir durante la noche. No era capaz de hacerlo en los tiempos en que podía ver el camino, ahora a los 50, me resulta casi imposible. Una noche oscura que volvíamos a casa desde Santa Bárbara, mi esposo se estaba quedando dormido y me ofrecí amablemente para manejar durante un trecho del camino. Solo un momento después de que yo estuviera tras el volante mi marido estaba tan asustado que la adrenalina lo mantuvo despierto durante todo el camino a casa.
Al igual que la basura de una persona puede ser el tesoro de otra; la pesadilla de un hombre puede ser el paraíso para su vecino. La gente dice que no debemos dejar que nuestros miedos nos definan; que deberíamos prestar atención a Roosvelt y darnos cuenta de que no hay nada a lo que debamos temerle que no sea el miedo en sí mismo. No estoy de acuerdo. Considero que hay miedos contra los que no vale la pena luchar, y otros que son sumamente importantes y que nos pueden salvar la vida. Temerle a la profundidad del agua cuando no sabes nadar es un buen miedo. Lo mismo sucede con los miedos de los depredadores en callejones oscuros y de los osos en los bosques. Yo he pasado gran parte de mi temprana vida adulta intentando superar mis fobias.
Escalé montañas, navegué océanos, incluso buceé. Escalé hasta la cima de una montaña, la Estatua de la Libertad y llegué a sentarme en los asientos en la parte más alta del Radio City Music Hall. Aprendí a esquiar, desafiando tanto mi miedo a las alturas como a la velocidad, y he llegado a admitir que el mundo se veía hermoso desde la cima de un pico cubierto de nieve.
Un día, sin embargo, en Mt. Tremblant, un resort de esquí en las afueras de Montreal, un instructor francocanadiense me vio mientras yo fingía estar divirtiéndome esquiando con mi enterito púrpura con el cuello de piel. Me dijo: "podrías ser buena en esto".
"Gracias," le dije débilmente intentando fingir una sonrisa porque sabía que eso significaba que me haría hacer cosas mucho más difíciles con los esquís.
"Sin embargo no te gusta, ¿verdad?" me preguntó.
"No demasiado," le contesté.
"Lo estás haciendo por otra persona. ¿Tu marido quizás?"
"Quizás," reconocí.
"¿Cuántos años tienes?" En ese entonces yo tenía 45 años. Le dije la verdad. Él sonrió. Fue una sonrisa muy cálida, como si estuviera compartiendo un secreto conmigo. "¿Sabes lo que eso significa?" preguntó. Negué con la cabeza. "¡Significa que ya no tienes que seguir haciéndolo! ¡ve a tomarte un rico cappuccino! Vas a estar cómoda y calentita y te sentirás mucho más feliz."
Tenía razón. Esquié montaña abajo y me tomé esa taza de cappuccino calentito. Me gustaría decirles que esa fue la última vez que fui a esquiar, pero la verdad es que me llevó varios viajes más hasta que me animé a decirle a mi familia que no me volvería a subir a telesilla nunca más.
Llega un momento de la vida en el que ya no tenemos que probar ciertas cosas. Hoy en día, cuando me quedo en el hotel leyendo feliz de la vida un libro, pienso en mi ángel instructor de esquí francocanadiense y le agradezco por su sabiduría. Todos alcanzamos un punto en nuestras vidas en el que no tenemos que comprobar determinadas cosas.
El problema reside en cuál es la diferencia entre optar por dejar de hacer algo y renunciar a hacerlo. ¿Por qué creo que estuvo bien que haya decidido abandonar el esquí a los 45 años, mientras que considero que es terrible que mi cuñado, soltero, a esa misma edad, decida que es tiempo de dejar de buscar una esposa? ¿Por qué pienso que él tiene que seguir intentando superar lo que yo denomino como "miedo a la intimidad" mientras que yo me doy permiso para aceptar mi miedo a las alturas?
Creo que la respuesta se encuentra en D-os. Todos hemos sido creados diferentes, en un mundo lleno de esquiadores y de aquellos que prefieren quedarse en el hotel. Algunos corren con autos, otros bucean hasta el fondo del océano, y para otros algo emocionante puede ser preparar un soufflé perfecto. Pero se supone que no debemos esquiar o nadar sólos. La Torá nos dice que nos casemos, que tengamos hijos, que armemos un hogar. Ese hogar puede estar en la cima de una montaña o en Brooklyn, pero debería ser un lugar que compartamos con otra persona. Con nuestro basherte, nuestra otra mitad, el alma que D-os ha elegido para nosotros antes de que hubiéramos nacido.
Está bien que a veces tengamos miedo. A veces nuestra tarea es superar nuestros miedos, y otras veces el coraje proviene de reservarnos el derecho de alejarnos de aquello que nos asusta. Sin embargo, cuando tenemos miedo de compartir nuestra vida con otra persona, puede que en realidad tengamos miedo de nosotros mismos.
Esa, para mí, es una montaña que merece la pena intentar escalar.
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