Son las 3 en punto de la tarde del viernes, en el centro de París.
Terminé mi encuentro semanal con un buen amigo mío, que trabaja como supervisor de laboratorios. Cada vez se pone tefilín, hablamos un rato, y después nos vamos. Se está acercando el shabat, tomo mi motocicleta y me voy a casa.
He vivido en Francia los últimos seis años y trabajo como shlíaj de Jabad en Saint-Maur-des-Fossés, un pueblo a veinte kilómetros al sur de París, donde hay casi 8 mil judíos y la mayoría trabaja en París. Generalmente los visito en sus lugares de trabajo. Camino a casa siempre paso por la Plaza de la Nación (Place de la Nation), un sitio que conozco bien. Circulo por ahí al menos una vez por semana.
Comenzó a llover fuerte y la calzada se puso resbalosa. Bajé la velocidad y me ajusté el casco.
De pronto, vi un auto deportivo que venía por la intersección, y me dio la impresión de que el conductor no se había percatado de mi moto, mientras se acercaba a gran velocidad.
La situación era muy riesgosa y el corazón me empezó a latir rápidamente. Me pregunté qué debía hacer: ¿frenar en asfalto mojado a una velocidad de 80 kilómetros por hora, con el subsecuente peligro de caerme? ¿Continuar? Un choque era inevitable.
¿Qué hacer? Opté por lo primero y frené rápidamente. La motocicleta patinó y caí al piso al lado de mi moto. Ahora esperaba que me arrollaran los otros carros. ¿Eran esos mis últimos segundos?
Silencio. Un auto se detuvo detrás de mí y trancó la vía. Me revisé a ver si estaba herido, si había perdido un brazo o una pierna. Gracias a Di-os, estaba bien. Me las arreglé para levantarme y alejarme del pavimento antes de atascar el tráfico.
Una mujer del otro lado de la calle corrió hacia mí: ¿Se encuentra bien? Me dijo en francés. ¿En qué lo puedo ayudar?
Le respondí que creía que estaba bien y me quité el casco. Me miró con sorpresa, porque a lo mejor no esperaba ver un hombre de barba. No hay muchos en París que tengan mi apariencia.
¿Está todo en orden?, me preguntó de nuevo, esta vez en hebreo con muchísimo acento francés. Ella me llevó a un lado: ¡Venga, pongamos la moto en la acera y verifiquemos si hubo daños. Nos fuimos a la acera e inspeccionamos la moto. El daño era mínimo.
Se presentó a sí misma como Madamme Katia Dahaan. Vivo en el sector y precisamente iba pasando cuando esto sucedió (...) No esperaba que usted fuera judío, y mucho menos rabino.
¿Y por qué me habla en hebreo?, le pregunté.
Ah, lo aprendí en mis viajes a Israel hace algún tiempo.
Ella quería seguir conversando, pero me excusé y le dije que me tenía que ir. Ya casi es shabat y necesito estar en casa, le expliqué.
Katia se sorprendió un poco al escuchar que se aproximaba shabat. Yo estaba confundido por su reacción. Casi cuatrocientos mil judíos viven en París, muchos de ellos franceses. Aun cuando no todos son observantes, es difícil imaginar que alguien no supiera que se acercaba el día de descanso.
¿Usted enciende las velas de shabat?, le pregunté.
Katia me mira extrañada otra vez. ¿Velas de shabat? , masculló. –No, no las prendo. No tengo familia aquí y no observo el shabat.
–¿Me aceptaría usted una invitación a mi casa para celebrarlo?
–¿Cuál shabat?
–Esta noche, en el shabat que va a comenzar.
Una sonrisa casi imperceptible le cambió la cara de extrañeza que tenía. –Creo que esta noche no puedo, pues ya tengo planes. Encantada iría otro shabat. Ella me pidió mi número telefónico y me dio el suyo. Así nos fuimos. Llegué a tiempo para shabat. Le conté a mi esposa que otro comensal vendría a casa esa noche. Quién sabe –me dijo– quizá tu extraño accidente fue un acto de la Divina Providencia para que la conociéramos.
Katia no vino esa noche ni el otro shabat. Yo, por otra parte, no hallaba su número telefónico, aunque necesitaba que ella rindiera testimonio sobre el accidente para la gestión ante el seguro. Traté de localizarla, pero sin éxito. Encontrar a una Katia Dahaan en París es como buscar una aguja en un pajar, aunque creo que esto es más fácil.
El encuentro
Pasaron cuatro meses. Una mañana recibí un mensaje de texto de un número que no tenía registrado, y pensé que se trataba de un aviso publicitario, de esos que uno recibe y borra. Por algún motivo, no sé por qué, respondí el mensaje preguntando quién era.
En un minuto sonó el teléfono y la pantalla desplegó el mismo número de quien había recibido el mensaje.
–¿Rabino Drukman? Es Katia Dahaan. ¿Me recuerda?
–Claro que sí. Todavía la estoy esperando para el shabat.
–¿Cuándo puedo ir?
–¡Cómo que cuándo! El próximo shabat. Ese viernes por la noche, Katia estuvo entre nuestros invitados. Estaba muy emocionada y daba la impresión de que no había estado en una cena de shabat desde hacía mucho tiempo.
Uno de nuestros invitados me preguntó por ella. Le conté la historia del accidente y de cómo la había invitado a cenar. De verdad que podría decir que ella fue un mensajero de lo Alto en esos momentos de gran turbación.
Katia nos miró a todos y sonriendo dijo: Creo que es una buena ocasión para que oigan mi versión de esa historia...
La miramos y comenzó a relatar: Tengo 45 años y vivo sola en París. Nunca me casé. Mi familia consiste en mi única hermana y madre; pero, no nos hemos hablado en veinte años. Es difícil ser soltera, especialmente para una judía. Mis padres no eran religiosos; pero, conservábamos todas las costumbres: hacíamos kidush, guardábamos las fiestas, y, por supuesto, ayunábamos en Yom Kipur. Pero, desde que comencé a vivir sola, dejé de cumplir incluso eso. Muchas de las tradiciones judías giran alrededor de la familia. Cuando se vive sola, no se puede hacer kidush poque no hay con quién compartir la comida. Es difícil ir sola a la sinagoga, y así por el estilo. Ni siquiera tengo amigas judías, lo que me hacía imposible practicar la religión.
Hace casi dos años, después de mucho tiempo de estar aislada del judaísmo, decidí que necesitaba hacer algo para volver a mi religión. Pensé mucho y llegué a la conclusión de que debía procurar un trabajo en un ambiente judío, de forma tal que pudiera hacer nuevos amigos, y quizás alguien me pudiese invitar a un shabat o a alguna festividad. Hallé trabajo como vendedora de zapatos en Pilatzel (un barrio judío antiguo de París). Todos los empleados en la tienda y de la competencia son judíos. Pensé que quizá pudiéramos salir juntos a almorzar, trabar amistad... bueno, eso pensaba. Pero, había un problema: shabat. Los viernes, ellos se deseaban entre ellos shabat shalom y a veces se invitaban a comer. Los lunes, se preguntaban cómo les había ido en shabat y si la habían pasado bien. Pero, nadie reparaba en mí. Todas las semanas tenía la esperanza de que me invitaran, pero nunca pasó.
Cada semana me desengañaba más y más. Pasó casi un año, y aún nada de invitaciones. Me molesté mucho: "¿será que los judíos ya no me aceptan como una más?" llegué a preguntarme. "¿Acaso no tienen sentimientos? ¿Cómo pueden ser tan insensibles, tan desconsiderados? ¿Nadie se ha dado cuenta de que soy soltera?" La voz de Katia cambió por la emoción y continuó: Sentí mucha amargura contra los judíos y el judaísmo y decidí que no era para mí. Dejé la tienda y me puse a trabajar con gentiles. "Si los judíos se comportan así, es preferible estar entre gentiles", me dije. Pero, seguía sin resolver un problema: el shabat. Cada viernes por la noche, me quedaba en casa recordando los sábados de mi infancia, las velas, el kidush, y los recuerdos me asaltaban. "¿Qué debo hacer?", me preguntaba y cavilaba cómo hacer para que aquellos pensamientos dejaran de molestarme.
"Decidí que debería buscar algo que hacer los viernes en la noche. Vi en un periódico que un coro de una iglesia andaba buscando cantantes y como a mí me gusta cantar, pensé que quizás me aceptasen y así resolvería el dilema. El silencio prevaleció en la mesa mientras todos oíamos atentamente. Me aceptaron en el coro, y desde entonces todos los viernes canto en la iglesia. Gracias a Di-os –acotó y sonrió– llegaba a casa tan cansada que no me daba tiempo de pensar en el kidush ni en las velas...
Todo iba muy bien hasta ese viernes, cuando fui a comprar y vi una motocicleta tirada en la calle. Corrí a ayudar al conductor y me sorprendí cuando éste me advirtió que era la víspera de shabat y, no lo van a creer, ¡me invitó sin ni siquiera conocerme!
Usted, rabino, cree que a mí me envió Di-os – concluyó Katia– pero pienso que a usted lo mandó el Altísimo para traer de vuelta mi alma al judaísmo.
Ella no volvió a cantar en ninguna iglesia. Pasa todos los viernes con nosotros y con otras familias de Jabad.
Al fin y al cabo, no fue un accidente lo que a mí me pasó.
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