Hace muchos años atrás, luego de graduarme en la Facultad de Medicina, trabajé por unos meses en una clínica en "El Valle", un pequeño pueblo en la zona central de las montañas de la República Dominicana. El grupo de trabajo estaba formado por un médico recién egresado de la universidad, una enfermera y por mí, todos bajo la supervisión de un doctor que recién acababa su residencia. Juntos, los cuatro, vivíamos y trabajábamos en un pequeño edificio, con dos consultorios, un área de servicio, una sala de espera y un reducido sector de dormitorios.

Debido a que el hospital más cercano estaba a más de una hora y media de viaje en auto, nosotros éramos la única opción de cuidado médico para toda la región. A pesar de nuestras magras reservas de medicamentos y equipos, atendíamos cerca de setenta pacientes diarios y tratábamos prácticamente cada afección concebible. La gente caminaba literalmente descalza durante todo un día para venir a la clínica, y mayormente estaban enfermos sin posibilidad de curación. Me sentía como si hubiera sido transportada en el tiempo, al pasado, a una realidad diferente, muy lejana a la mía.

A pesar de que hablaba un español aceptable, la comunicación era dificultosa pues muchos pacientes hablaban francés, ya que emigraban de Haití y su español era frágil. Cierta vez, una joven Haitiana fue traída en estado de shock, luego de que su brazo fue mutilado por una máquina trilladora. La llevamos de urgencia a nuestra precaria sala de operaciones y le colocamos suero, mientras luchábamos para controlar la hemorragia. Su hematocrito era tan bajo que apenas lo registrábamos en nuestros aparatos. Necesitaba una transfusión urgente, y era claro que la perderíamos sin ella.

El único método que teníamos para darle sangre era una transfusión directa, de una persona a otra. Con nuestro equipo rudimentario de clasificación de sangre, el único donante potencial era su joven hermano. Su español era muy pobre, pero pareció entender cuando le explicamos que debíamos sacarle un poco de sangre para salvar a su hermana. Su rostro empalideció, se sentó en silencio por un instante, y preguntó si no existía otra solución. "No", le respondí. Entonces él asintió con su cabeza en señal de aprobación.

Le colocamos la aguja y comenzamos la transfusión a su hermana. Casi inmediatamente, ella volvió a tener color. Su hermano sonrió al ver lo sucedido. Luego se tornó a mí y en su suave, y pobrísimo español, me dijo: "¿Cuándo voy a morir?"

Me quedé petrificada, y luego comprendí que seguramente el muchacho no entendió mi explicación y pensó que necesitábamos toda su sangre para salvar a su hermana.

La situación parecía graciosa, hasta que una realidad impactante me arrolló. Este niño, este precioso muchacho, luego de un cortísimo instante de duda, estaba dispuesto a sacrificar su vida para salvar a su amada hermana. En ese momento, me sentí empequeñecida frente al niño. Cuando lo miré nuevamente, su rostro brillaba con una luz especial, y a pesar del miedo, parecía estar en paz.