Crecer en los años sesenta y setenta como un judía americana era una experiencia confusa, para decirlo con suavidad.
Nosotros éramos la generación de posguerra que no había conocido la Depresión, educada para enfrentar los desafíos de la era espacial, la generación que -se presumía- continuaría la espiral ascendente del éxito material. En esto éramos totalmente americanos.

La parte judía era la fuente de la turbación. Sí, debíamos asimilarnos completamente en nuestras escuelas públicas. Pero no olvidar ir a la escuela hebrea después. Se nos enseñaba a llevarnos bien con todos - pero se nos decía que no debíamos salir con no-judíos.
En casa todos comían sopa de pollo el viernes de noche, pero el pollo no venía siempre de una carnicería kasher. Y todos comían pizza en los negocios de la calle. Si "guardabas kasher", simplemente les decías que no pusieran pepperoni.

Esta identidad judía nebulosa había sido de algún modo suficiente para la generación de nuestros padres. Ellos todavía recordaban a un padre o abuelo que había tenido fuertes lazos con el judaísmo, memorias de antisemitismo que habían dejado su marca, un sentimiento del "viejo vecindario" que habían abandonado para mudarse a la mejor parte de la ciudad y luego a los suburbios. El alimento judío era parte de su patrimonio, de modo que la sopa de pollo hecha con pollos no-kasher todavía los reconfortaba si había suficienteschmaltz (grasa de pollo) flotando sobre su superficie.

Pero la mía fue la generación que ridiculizó el schmaltz. En su mayoría, mis pares habían rechazado el judaísmo sintético de nuestros padres. Muchos habían rechazado su propio judaísmo como resultado. Otros están ahora en Israel, consolándose a sí mismos con la práctica del secularismo entre los demás judíos. Y los afortunados han redescubierto la fuente de las emociones de sus padres, el kashrut que se había convertido en mero schmaltz, y han revertido el proceso.
Yo me cuento entre los afortunados.
El mensaje que recibí mientras crecía en mi hogar era algo esquizofrénico. Se esperaba de mí que actuara como todos los demás pero me sintiera judía.
Mi hogar era relativamente observante. Cuidábamos el kasher. Fuimos a la Escuela Hebrea. Ibamos al Templo cada viernes por la noche y en la mañana del sábado. Se nos desalentaba a traer a casa a amigos no-judíos. Mi madre encendía velas cada viernes por la noche a las seis - sea verano o invierno.
Mi padre creía en Di-s y quiso que también nosotros creyéramos en El. Pero si su fe era más pura porque carecía de la comprensión intelectual, era todavía más pobre en su transmisibilidad a sus hijos.
Yo sabía que era diferente porque era judía. Mis padres nunca lograron, en realidad, llegar a los suburbios, de modo que a principios de los años sesenta estábamos en un vecindario gentil en virtud de la inamovilidad social. Yo leía mucho y quería leer acerca de cosas judías. Pero no había libros judíos en la sucursal local de la biblioteca pública. Mi primer intento de escribir se produjo cuando tenía nueve años; traté de escribir una versión judía de los Mellizos Bobbsey. Sólo escribí dos páginas y entonces tuve que abandonar. Un libro tiene que tener acción; y mientras yo sabía que los Bobbseys judíos sentirían de manera diferente que los originales, no sabía en realidad cómo actuarían de manera diferente.

Cuando los años sesenta alcanzaron su pico, todavía estaba en la escuela secundaria. El mensaje inicial de los años sesenta no era malo: uno debía encontrar verdades absolutas y conducir la vida propia en base a ellas. Este mensaje duró unos diez minutos. Entonces fue formulado en generalidades como paz, amor, y hermandad. La ecuación final se veía un tanto así:
paz = incendiar la ciudad universitaria
amor = distribución indistinta de los propios favores corporales
hermandad = rechazo a la moralidad/religión establecida considerándola como un factor divisorio.
La ley social establecida en los años sesenta era: No seguirás regla alguna.
El resultado intelectual del ambiente de los años sesenta no era tan directo ni fácil de reconocer. Por un lado, los intelectuales persiguieron la meta de encontrar las verdades absolutas de la ciencia social. Por otra parte, uno podría probarse a sí mismo sólo demostrando que las verdades absolutas de otro eran falsas. El éxito académico requería total arrogancia y la capacidad de convencer a los demás de que la arrogancia era justificada. La creencia en cualquier cosa superior a la capacidad intelectual propia era una insignia de vergüenza y deshonor. Hallar una razón para disentir con cualquier cosa y con todo era señal definitiva de ser un individuo brillante.

Cuando ingresé a la universidad en 1973 planifiqué ser intelectualmente exitosa. Pero los sucesos mundiales chocaron con mis planes, y sentimientos que nunca había entendido se apoderaron de mí.
Yo (como todos) había sido influenciada por los años sesenta. Sabía que mis padres no poseían verdades absolutas y por lo tanto debía encontrar mi propio camino - con toda la arrogancia, necedad, y desprecio de mi generación.
La juventud judía había producido sus preguntas particulares propias. Se nos habían presentado unos pocos héroes. Meir Kahane, con su grito de "¡Nunca Más!" nos llevó a reconocer que éramos parte de un pueblo. Elie Wiesel era mi elección personal. Mientras que sus libros nunca aconsejaron a los judíos a actuar de una manera diferente, se basaban en la suposición de que la experiencia judía había hecho de los judíos un pueblo que sentía de una manera diferente, que formulaba un tipo diferente de preguntas, cuyo estado natural era ser un tanto alienado del mundo en general.

Actuando sobre estos sentimientos abandoné la universidad en mi primer semestre y me fui a Israel como voluntaria a un kibbutz en época de guerra. Diez mil jóvenes americanos partieron ese año, la mayoría contra los deseos de sus padres que pensaban que semejante identificación judía era un poco extremista. ¿Y por qué lo hicimos? Porque sabíamos que nuestro pueblo estaba en peligro y nosotros elegimos estar con ellos. El Ahavat Israel -amor al semejante judío- nos impulsaba, aunque nosotros lo encubríamos en la filosofía sionista para afirmar una base racional a nuestras acciones.

Nuestros padres seguían identificándose más fuertemente con los Estados Unidos que con los demás judíos. Sus esperanzas se sostenían en que sus niños obtuvieran logros profesionales y financieros, y se sentían muy intranquilos ante la perspectiva de que podríamos simplemente decidir quedarnos allí. La afinidad de pueblo judío no era algo muy importante para ellos; creían que con sopa de pollo debería ser suficiente.
De modo que pasé seis meses en un kibbutz comunista en el Neguev como un acto de identificación judía. Había pensado que Israel sería el lugar donde me sentiría cómoda como judía, pero en cambio me encontré con que la ideología del kibbutz era liberar al judío de cualquier sentimiento de ser diferente. Si no hay gentiles que te hagan sentirte alienada, entonces puedes sentirte cómoda actuando como una gentil. Yo no actué como judía en el kibbutz; actué menos judía que en América.
De modo que fue con un sentimiento oculto de alivio que regresé a casa a mis enojados padres, y de vuelta a la escuela. Me sentía judía - pero deseaba poder sentirme mejor con ello.
Decidí especializarme en Historia. De alguna manera, sentí que comprendiendo el pasado podría comprender dónde estaba parada en el mundo.

El Holocausto es la obsesión de cualquier historiador judío respetable y yo no fui ninguna excepción. Pero la historia judía en el currículum de la universidad rechazaba a priori la realidad de Judaísmo. Todos los temas de estudio son a base de la suposición de que la mejor cosa que un judío puede hacer es escapar de la Torá.
En el seguimiento del pasado judío, me sumergí en el estudio del movimiento de la Haskalá, el Iluminismo perseguido por los judíos. La ironía de ello era que los individuos y los movimientos que estudiaba eran los que abogaron por el rechazo del judaísmo, mientras yo trataba de encontrarlo.
Había alrededor de mí judíos observantes de la Torá. Había un Beit Jabad; yo conocía a los Rabinos y algunos de mis amigos iban allí. Pero mi entrenamiento académico me había adoctrinado a creer que alguien que podía observar las leyes de una religión medieval en pleno Siglo XX debía ser un deficiente intelectual, o un loco, o ambas cosas. Yo no tendría nada que ver con ellos.
De modo que me dediqué a los escritos de judíos que trataban con el modernismo: los ateos, los reformistas, los humanistas, los comunistas, etc. Cada uno de ellos admitía que era judío, pero sentía que los judíos debían ser otra cosa en el mundo moderno. Y por supuesto estudié el antisemitismo. Es paradójico que de algún modo pensé que podría trabar combate con mi propia identidad vadeando por los pensamientos de intelectuales (algunos de ellos judíos) que habían ideado maneras diferentes y nuevas para denostar a mis bisabuelos.
La mayoría de estos cursos se ofrecían bajo el título: "Estudios Judaicos".
Una clase en particular me sacudió hasta el núcleo. Era un seminario sobre intelectuales judeoalemanes, dictado por dos profesores judíos muy eminentes que habían escapado, ellos mismos, de la Alemania de los años treinta.

Fue hacia el fin del semestre que leímos Moisés y el Monoteísmo de Freud. Para aquellos que han tenido el privilegio de evitar esta polémica, teoriza que el pueblo judío se originó en una turba de clase baja conducida por un príncipe egipcio de origen incestuoso.
Algo mordió en mí. Sí, yo era una racionalista. Sí, yo creía en la evolución y en el Rollo A y en el Rollo J y en todas esas cosas que los antropólogos dijeron sobre la Biblia. Pero esto era demasiado. Yo sabía en el fondo de mi estómago que mis ascendientes no habían sufrido dos mil años porque habían sido engañados por un egipcio artista egocéntrico.
"Freud fue demasiado lejos", dije con los dientes apretados. El estudiante cercano a mí, un nativo alemán hijo de un Nazi, sonrió. Habíamos discutido todo el semestre y ahora me tenía atrapada.
"¿Qué te pasa?", se mofó. "¿Qué eres tú? ¿UNA FUNDAMENTALISTA?"
Allí estaba.
La palabra temida del mundo intelectual.
Todos resoplaron literalmente con horror.
Significaba que tú creías que realmente podría haber algo más alto que la mente humana, incluso más alto que la mente de un profesor. Si yo era una fundamentalista, entonces era una hereje académica.
Di un profundo suspiro.
No dije nada.
No le debía una explicación.
Este hijo de Nazi en su acento alemán, muy posiblemente, me había enseñado inadvertidamente una verdad. Si él era lo contrario a un fundamentalista, quizás serlo no era una cosa tan mala.

La mía era una generación que sentía hambre de Judaísmo pero no podía creer en Di-s. Se me enseñó a rezarle a El, pero se me enseñó también que toda la Torá había sido escrita por hombres imaginativos que inventaron milagros y un mundo después de la vida para hacer que la gente se comportara mejor. De modo que si los Rabinos con los cuales crecimos no creyeron que Di-s hubiera realmente hablado con alguien alguna vez, ¿por qué deberíamos creer que El existiera del todo?
Algo dentro de mí comenzó a desatarse.

Comencé a darme cuenta que la gente que observaba las mitzvot de la Torá no era necesariamente estúpida. Y quizás no estaba loca.
Había llegado a lo que era una de las más humillantes tomas de conciencia de mi vida.
Eso fue dos años y medio antes de que decidiera hacer un compromiso firme con el judaísmo de la Torá. En algún momento a lo largo del camino comencé a sospechar de que cuando las cosas no iban bien en mi vida era porque yo estaba haciendo algo que estaba mal. Y cuanto más comencé a asociarme con judíos observantes de la Torá, tanto más me gustaba su estilo de vida.
Tenía orden.
Tenía sentido.
Era mejor que el estilo de vida de cualquier otro.
Así que tomé la decisión sociológica de adoptar el estilo de vida y las creencias de mis ascendientes. Entonces decidí ir a estudiar al Instituto de Mujeres Beit Janá en Minnesota, para que pudiera realmente encontrar mi lugar.
Los primeros días fueron maravillosos. Las clases eran interesantes, la compañía era buena, el alimento era magnífico.
Entonces me golpeó.
Este no era un ejercicio sociológico.
Después de decirme durante años que estaba buscando la verdad, llegué a estar cara a cara con ella.
Allí había realmente un Creador del universo que esperaba de nosotros que nos comportáramos de una cierta manera. Y yo había pasado los últimos 23 años sin portarme de esa manera. No podría escoger cambiar mi estilo de vida. Tenía que cambiar.
Lloré.
Estaba horrorizada.
Sobreviví.
Porque a pesar del golpe a mi ego, darme cuenta de que no era mi propio creador inteligente, que todo el valor entero de mi entrenamiento intelectual radicaba en mi rechazo, fue un alivio.
Yo no era esquizofrénica - mi educación lo era.
América había criado tres generaciones de judíos que se sentían judíos - pero que pensaban y actuaban como gentiles. Por eso, cuando novelistas populares y directores de cine retratan a judíos como neuróticos, en verdad no están deformando el cuadro; cuentan la embarazosa verdad.
La identidad judía secular promociona la esquizofrenia.
Cuando un judío consigue que otro haga algo jud1o, que haga una mitzvá, está promocionando la salud mental.
Y eso, Dr. Freud, es una verdad fundamental.