Ella vio la inscripción sobre la pared. La llamaré Sara. Vivía en Alemania por el año 1930 con su familia y sus dos pequeños hijos. La mala situación de los judíos en aquel lugar, cada vez se ponía peor, y ella deseaba salir del país junto a su familia para escapar de la amenaza nazi. Pero, ¿Cómo lograrlo? Parecía no haber respuestas. Luego, un destello de esperanza apareció. Llegó el rumor de que había algunas visas que los judíos podrían obtener, al día siguiente, en una oficina cerca de Berlín. Su marido debía trabajar, por lo cual luego de buscar alguien que cuidara a los niños, Sara abordó, con fuerte decisión, el tren de la mañana siguiente, lo cual implicaba una hora de viaje bajo el intenso calor del verano. Estaba esperanzada de conseguir lo que deseaba para su familia.

Cuando llegó a Berlín tomó un taxi hacia la dirección en donde le habían dicho que estaban disponibles las visas. Dentro del edificio encontró la oficina correcta y cuando ingresó vio decenas de personas amontonadas dentro de un caluroso cuarto esperando la misma salvación que ella. Sentado en un escritorio, había un burócrata alemán, al cual no le interesaba en absoluto la masa de humanidad alrededor suyo.

Las horas transcurrían y la gente sufría en silencio. Sara, aún mantenía la esperanza de salir de aquella oficina con esos escasos papeles que significarían una nueva vida para ella y su familia. Sin esas visas no sabría que haría.

De pronto, toda la gente se despabiló, inundados por el calor y la melancolía, oyeron la chillona voz del burócrata: “¡No más visas por hoy, vuelvan mañana!

La idea de volver a pasar por esta traumática situación al día siguiente le producía a todos una gran angustia, pero considerando la falta de opciones, resolvieron volver a la mañana siguiente. Esa breve noticia significaba para Sara (y quizás para muchos otros), el inesperado desafío de tener que buscar alojamiento. Pero con tanta cosas en juego, Sara perseveró encargándose de conseguir alojamiento para pasar la noche. Junto con la salida del sol apareció la doble carga de emociones: miedo y esperanza. Mientras Sara nuevamente caminaba hacia la sofocante oficina llena de gente, sin duda trataba de mantener la esperanza, a pesar de no saber cuantas visas estarían disponibles y si alcanzarían para todos los que estaban allí.

Nuevamente, y por varias horas la gente sufría en silencio. El inexpresivo burócrata se mantenía mudo, mientras hacía los papeles ignorando por completo la gente que se encontraba a su alrededor.

Llegando al final de la tarde. El silencio se rompió con el fuerte pronunciamiento del burócrata. Sus palabras rompieron el corazón de los presentes.

“No hay más visas. Todos vuelvan a sus casas”.

Luego de que el shock producido por sus palabras fuera absorbido, la gente respondió expresando sus sentimientos reprimidos. Se oía queja tras queja, algunos expresaban su ira mezclada con extrema decepción.

Sara, sin duda, sintió todo el peso del mundo en sus espaldas. Su destino y el de su familia habían sido truncados; ahora muy acalorada y cansada, debía realizar aquel agotador viaje hacia su hogar con las manos vacías. ¿Acaso Sara se uniría al coro de desesperados que reclamaban al burócrata?, si lo hacía, nadie la culparía.

Lo que hizo, sin embargo, fue muy distinto. Se abrió camino, lentamente a través del tumulto, y llegó al lugar adonde estaba sentado el burócrata. Se inclinó un poco y le dijo: “Deseo agradecerle el tiempo que usted ha dedicado. Que tenga un buen día.”

Luego, lentamente se dio vuelta y caminó hacia la puerta. Salió al hall sacando fuerzas de donde no tenía.

Casi llegando a la escalera, oyó el fuerte sonido de unos pasos caminando tras ella. Se dio vuelta y vio que era el burócrata. En sus manos tenía unos papeles. “Tengo estas visas, y puedo dárselas a usted”, le dijo.

Este fue el modo en el que Sara logró sacar a su familia de Europa.

Está dicho en Etica de nuestros padres, Pirkei Avot: “recibe a todo hombre con rostro alegre”. Fácil de decir, difícil de aplicar. Quizá tenemos cierta queja contra alguien o estamos concentrados en algún problema y no tenemos tiempo para ser amigables. Hay una larga lista de excusas por las cuales no somos amables y agradables.

El burócrata ciertamente no mostraba ningún signo de amistad que atrajera a los presentes a ser amigable con él. Pero lo que él si tenía, bien conocido por todos, era una gran cantidad de visas. Eran en realidad muy pocas para tanta gente, motivo por el cual decidió no entregar ninguna más. Sara no se acercó a él amablemente porque deseaba algo. Ella probablemente lo hizo porque ese había sido el modo en el que había sido educada, y no iba a cambiar en ese momento.

Es increíble la repercusión que puede tener un simple acto de amabilidad.