Muchos de nosotros hemos experimentado en nuestras vidas alguna forma de dolor o de pérdida. En algunas ocasiones, nos sentimos enojados; en otras, encontramos dentro de nosotros mismos la forma de superar nuestro dolor aceptándolo y perdonando a quienes lo produjeron.

Pero muchos de nosotros, lamentablemente, hemos estado del otro lado. No fuimos las víctimas, sino los autores de algún tipo de abuso. Cuando nos damos cuenta con una sensación de culpa de que realmente causamos daño a otra persona, ¿qué emociones experimentamos entonces? Tal vez al principio, sentimos vergüenza, pero con demasiada frecuencia esta vergüenza desaparece poco a poco y se convierte en un sentimiento de complacencia. El mundo sigue su curso, nuestra vida vuelve a la normalidad, y nuestra “víctima” es dejada para curar la herida.

“Si una persona peca y comete un pecado contra Di-s y engaña a un amigo en lo referente al cumplimiento de una promesa, el pago de un préstamo, un robo, el ocultamiento de un objeto perdido y jura falsamente sobre cualquiera de todas las cosas, deberá pagar con su capital y su quinto y el día en que admita su culpabilidad, se lo deberá reintegrar a la persona a quien le pertenece”.

En las palabras “a quien le pertenece”, Rashi comenta: “A aquel a quien le pertenece el dinero”. Al parecer, la interpretación de Rashi es obvia y redundante. ¿A quién se supone que se le va a devolver el dinero? Esta es, precisamente, la pregunta del versículo que Rashi desea abordar. ¿Por qué tiene la necesidad de añadir las palabras “a quien le pertenece”?

Es posible argumentar que el quinto adicional es una multa impuesta al ladrón como castigo por su acción, por lo tanto, no tiene por qué ser pagado a la víctima. El ladrón también puede ser obligado a pagar a la corte o, tal vez, donarlo para la caridad. Para destacar que debe ser pagado a la persona que le robó, el versículo enfatiza, “a quien le pertenece”.

Este versículo, aparentemente sencillo, aborda un tema más profundo en las relaciones humanas. Hay un concepto en el pensamiento místico judío: cuando uno sufre una pérdida o un daño a manos de otro ser humano, no debe sentir ira hacia esa persona, ya que la pérdida había sido decretada sobre él desde el cielo. Incluso, si el agresor hubiera optado por no hacerlo, Di-s podría haberle enviado la experiencia negativa a través de otros medios.

De acuerdo con esta línea de pensamiento, un ladrón puede absolverse a sí mismo de la obligación de reparar el daño a la víctima del robo. Se podría fácilmente argumentar que el robo es solo una cuestión entre él y Di-s. Su argumento se puede ejecutar de la siguiente manera: “Tengo plena fe en la justicia de Di-s, mi problema es entre Di-s y yo, la pérdida sufrida por mi compañero no me afecta particularmente, porque después de todo, Di-s lo ha decretado sobre él. Sin embargo, estoy realmente preocupado por la violación de mi relación de confianza con Di-s. He violado su mandato y he usado su nombre en vano. Por lo tanto, voy a tomar a mi cargo la penitencia y suplicar por la restauración de nuestro vínculo. Obedientemente, cumpliré con la obligación bíblica correspondiente para restaurar la pérdida e, incluso, lo de añadir la pena de embargo. Pero el perjuicio causado a mi compañero no me preocupa. No siento el deber de restaurar mi confianza con él. Él no es nada para mí”.

Esta visión sesgada de las relaciones interpersonales se refleja también en la falta en la relación humano-divina. Si tuviéramos que cumplir con nuestras relaciones interpersonales más que para complacer a Di-s, esto indicaría una base egocentrista. Queremos sentirnos bien y justificados. Estamos incómodos con la inquietante sensación de estar en el mal y, por lo tanto, nos sentimos obligados a hacer las paces. Nuestra aceptación de la orden divina para apaciguar a nuestros compañeros se debe, esencialmente, a nuestra propia necesidad de reivindicación personal.

Sin embargo, una verdadera relación con Di-s implica estar totalmente impregnado de la compasión y sensibilidad divinas. Somos cuidadosos con los sentimientos de los otros, no tanto por el bien de cumplir con nuestras obligaciones propias, sino por un sincero interés en las necesidades de la otra persona. Al descubrir o lamentar el mal que hemos cometido en contra de un amigo, nuestra única preocupación es aliviar el dolor. Quiero no solo devolver lo que robé, sino incluso agregar una cantidad extra para compensar la angustia emocional que causé, y cualquier posible beneficio que esta persona podría haber perdido durante el tiempo que su dinero estuvo en mi poder.

Los mandamientos que regulan la relación interpersonal, como la honestidad en los negocios o las obligaciones de caridad, están en la categoría de “Mishpatim”, leyes que tienen una base lógica. A pesar de que están en concordancia con los entendimientos humanos, estamos obligados a cumplirlas con “Kabalat Ol” (aceptación de la autoridad divina). Di-s sabe de la tendencia en el razonamiento del ser humano de racionalizar y justificar las transgresiones. La Torá, por lo tanto, establece un código de conducta que no está sujeto a las reglas de la racionalidad humana para evitar que una persona se llene de culpa. Sin embargo, la intención de Di-s está lejos de que cumplamos con nuestras obligaciones hacia nuestros semejantes por un sentido de deber con Di-s, y de que nos olvidemos de la dimensión humana. La máxima expresión de “Kabalat ol” es cuando se arraiga a todos los niveles de la personalidad.

Una persona santa se abstiene del chisme y de hablar mal, es escrupuloso en sus tratos comerciales y se cuida de tomar cualquier propiedad que no le pertenezca. Pero ¿cuál es su motivación? ¿Realmente le importan mucho los sentimientos y las necesidades de sus semejantes o está tratando de ganar puntos en el cielo? La intención de los Mishpatim es moldear el carácter humano y guiar a la persona a ser más humana, más sensible y más cariñosa. Nosotros nos sometemos a la voluntad divina para poder trascender nuestra naturaleza egoísta y, por lo tanto, convertirnos en individuos verdaderamente santos.