Primero noté el llamativo chal rojo envolviéndola, idéntico a uno que mi marido me trajo de su viaje a Rusia. Salimos de nuestros taxis casi simultáneamente y mis ojos se dirigieron inmediatamente al chal, y mis oídos al alboroto. Su voz era más ruidosa que el chal, y me tomo un momento darme cuenta que no me estaba recriminando a mi, sino al hombre que estaba saliendo detrás de ella del taxi: ¿no tienes vergüenza? Y como íbamos hacia la misma dirección, todo el camino de la calle al Kotel (Muro de los Lamentos) fue con el ruido de su discusión, del Ruso al Hebreo y viceversa. Como no hablo ninguno de los dos, y entiendo muy poco de ambos, solo pude entender que le preocupaba el bienestar de su hijo y que no quería estar allí.

Doblé a la derecha hacia la rampa que baja al lugar más sagrado de todos; ellos doblaron a la izquierda...

Requiere mucho esfuerzo salir del universo emocional del Muro de los Lamentos, retrocediendo unos pasos luego dando la vuelta y caminar hacia adelante, hacia arriba... cuan seguido necesitamos hacer ese pequeño cambio de rumbo en nuestra vida. Y ahora veo varios grupos de soldados, y muchos soldados individuales, corriendo hacia el lado norte de la plaza. Sin darme cuenta lo que está pasando, estoy ahora dentro de un montón de soldados y lo que son, aparentemente, sus familiares. El sonido de las trompetas y los tambores llenan todo el espacio con el himno nacional israelí. Debe estar teniendo lugar alguna ceremonia.

Y entonces, allí estaban otra vez, ella la del chal ruso rojo aun recriminando al hombre a su lado. Todavía gesticulando y levantando la voz. La plaza estaba llena de ruidos, usualmente un lugar tan tranquilo, ahora hay tambores y trompetas, mucha gente hablando muy alto, una energía festiva en el aire... y de repente todo se calma.

Estoy mirando ahora, no a grupos desordenados de soldados, sino a un bloque ordenado de quizás cientos de muchachos en uniforme. Algunos con kipot, veo tzitzit entre la muchedumbre, todos parados en silencio y respetuosamente. Consciente de la hora, sin embargo, me apuro a subir las escaleras hacia el Cuarto Judío donde quedé en encontrarme con una amiga, pero a mitad de camino me siento obligada a parar y mirarlos. Los sonidos flotan en el aire... discursos... y es claro que se trata de una ceremonia de juramento concluyendo el entrenamiento básico de estos muchachos. Yo estaba del otro lado del océano cuando mi propio hijo recibió su boina y su Biblia; y ahora no puedo retirarme.

Mientras mis ojos se empañan de lágrimas, me irrumpe nuevamente su voz en alto. Aquí, en este descanso sobre la plaza del Kotel, no me he escapado de ellos y están subiendo las escaleras hacia mí. Se detienen a mi lado, viendo lo que estoy viendo, ella está en silencio. Allí están parados callados. Y entonces, como solo sucede en Israel, ella se vuelve hacia mí como si fuéramos amigas de la infancia y empieza a desahogar su corazón.

Es su hijo quien está allí.

En contra de sus deseos expresos, se enroló hace seis meses atrás. Y aquí está su esposo parado mirando orgullosamente, ¿cómo puede ser tan insensible? Y escucho su historia; está llorando abiertamente y secando sus lágrimas con el borde de su chal. Durante una semana, día y noche, estuvo abrazada a su mellizo idéntico que la protegía y consolaba. Su mano toma el chal y me cuenta de su padre muerto en acción mientras defendía su país, y de su madre que quedó como una joven viuda. Describe el terror de sus hermanos cuando sus hijos fueron a la guerra, y su postura decidida que su hijo haría cualquier cosa para evitar el servicio militar. Y entonces: ¡traición! Y más que eso, la complicidad de su esposo, ¡el firmó los papeles! Y ahora la arrastra aquí, ¿a esta ceremonia?

Está furiosa. Se siente traicionada. Está profundamente asustada. Y es inflexible en que no se va a quedar para la ceremonia; ¡el la engañó para que viniera, y no tiene nada que decirle a su hijo! Todo esto en un inglés cortado, entremezclado con palabras en ruso y hebreo.

Su esposo se fue, y ahora vuelve con dos tazas calientes de té y me da una a mi. “Para que entre en calor”, me dice. Su inglés, con un acento fuerte, es impecable como solo uno que lo aprendió como segundo idioma lo puede hablar. Educado en Rusia, es un maestro de literatura Inglesa en un colegio israelí. Su esposa no acepta la taza, y se envuelve mientras le da la espalda a la escena debajo. El se para al lado mío, inclinándose hacia adelante para ver mejor.

Los flecos de su chal rojo rozan mi espalda; y la conexión está allí. Y ahora le estoy hablando a ella como si nos conociéramos de toda la vida. Mi voz le suplica. Le digo que yo haría cualquier cosa para poder estar aquí para ver a mi hijo tomando su lugar cuando lo llaman por su nombre.

Le cuento también de mi propia lucha, del desaliento de mi esposo por el deseo de nuestro hijo de unirse al ejercito de defensa israelí. Sin embargo, mi esposo le dijo a mi hijo que la decisión era suya. Desalentándolo, pero dándole esa libertad. En el primer día de su entrenamiento básico, el llamó a nuestro hijo, y lo llenó de todas las bendiciones que un padre puede dar. Hablando de su orgullo de él. Alentándolo, bendiciéndolo, recordándole que el rol que estaba asumiendo era sagrado.

Estoy llorando mientras le cuento todo esto. “Ve abajo”, le digo, “vuelve a la plaza, tienes que estar allí para abrazarlo y besarlo, con mucho orgullo y alegría.”

“Conozco tu temor”, le digo, “pero el necesita tu apoyo y tu confianza. Y ver que estás orgullosa de él. No lo prives de eso.”

No se si ella entiende todo lo que digo, pero creo que su corazón debe sentir las palabras de mi corazón aun si no las conoce. Pero su esposo entiende. Y ahora lo veo ponerse a su lado y decirle, ahora con una voz fuerte, “ven”.

Ella está callada. No se mueve. Otra vez le dice “ven” y le da un pequeño tirón. Y de repente ella se da vuelta y me abraza estrechamente. El rojo chal ruso me envuelve en su abrazo... y se van. Los veo bajar las escaleras. No espero verlos para saludar a su hijo