Siendo una novia recién casada, todavía me sentía envuelta en el arrebato del nuevo amor, una rosa té tersa que para mí, hija de la generación del divorcio, era inusualmente delicada y frágil. Unas pocas semanas después de la boda, cuando finalmente llegué a conocer a los abuelos de mi marido –que no habían podido viajar al casamiento–, toda mi representación sobre la fragilidad del amor fue puesta en tela de juicio de una vez y para siempre.

Nosotros invitamos a sus abuelos, Oma y Opa, a ir de paseo. Cuando los pasamos a buscar, a ellos les llevó un buen rato acomodarse en el asiento trasero. Sorprendida por la demora, los miré a través del espejo retrovisor. Opa insistía en ajustarle a Oma su cinturón de seguridad, a pesar de lo dificultoso que esto fue para sus rígidos dedos artríticos. Con el paso de las horas, la forma en que Oma y Opa se comportaban el uno con el otro, prodigándose una serie de pequeños gestos que no tenían la intención de llamar la atención de nadie, siguieron expresando en forma incesante el enorme cariño que sentían el uno por el otro.

En aquella oportunidad, viajamos al Lago Hollingworth, que tenía un paseo junto al lago que habíamos pensado que ellos iban a disfrutar. Cuando llegó el momento de hacer un descanso para almorzar, mi marido y yo encontramos un banquito que estaba separado del sendero por una pared baja. Lo que teníamos que hacer era atravesar esa pared y hacer el picnic en el banco. Otra vez un retraso. Si bien Opa necesitaba las dos manos para poder sostenerse y atravesar la pared, él prefirió darle una mano a Oma para ayudarla. Ella, por su parte, prefería arreglárselas sin ayuda antes que ver a su marido esforzarse por ayudarla. Cada uno se interesaba por la conveniencia del otro y por el bienestar del otro más que por su propia posibilidad física.

Al mirarlos, comprendí que no éramos nosotros, los recién casados, los que entendíamos qué es el amor, sino que más bien eran ellos los que entendían los secretos de cómo mantener el amor fresco y vivo; entendí que su amor había pasado la prueba del tiempo y la progresiva erosión de la familiaridad y la vida cotidiana.

¿Acaso también nosotros íbamos a poder sentir un amor tan duradero? En ese primer encuentro, como así también en los posteriores, los miré con mucha atención, buscando desesperadamente instrucciones para proteger el compromiso tan delicado que había hecho con tanta agitación.

Ahora, me viene a la mente otra salida en particular. Habíamos ido a visitarlos de sorpresa y Oma nos invitó a pasar y a beber jugo de naranja en vasos de plástico descartables, ya que nosotros comíamos káiser y no podíamos beber de los vasos de ella. Entonces, ella se dirigió a Opa y le preguntó qué quería beber. Él dijo que no quería beber, pero ella insistió: "Vamos, Opa, para hacerles compañía". Opa aceptó una taza de té y enseguida ella le sirvió té en una taza de fina porcelana con platito y todo. Sorprendidos, nosotros preguntamos: "¿Y tu taza, dónde está, Oma?". "Ah, no, yo no quiero beber nada", respondió Oma. Y Opa sonrió.

No obstante todos los años que hacía que estaban juntos, Oma todavía se tomaba la molestia de prepararle el té a Opa y no solo de preparárselo, sino también de servírselo como se sirve a un invitado. A pesar de todo el trabajo que implicaba preparar esa sola taza de té, Oma insistió en preparárselo, sabiendo que ella misma no iba a beber. Sus palabras tan simples "Para hacerles compañía" estaban cargadas de tanto sentido… Estaban llenas de su interés por el bienestar y la comodidad de su marido. En cierto sentido, lo que ella le estaba diciendo era "Quiero asegurarme de que tú también formes parte. Para mí es muy importante que tú también te sientas cómodo". Y Opa entendió este diálogo tácito, a pesar de que ella no dijo nada. Pero a Opa no le sorprendió que ella no preparara otra taza de té para sí misma… A partir de aquel día, "para hacerte compañía" se volvió una especie de código secreto entre mi marido y yo, como queriendo decir "Pasemos un rato juntos. Conectémonos". Sin embargo, lo único que decíamos era "¿Quieres que prepare unas tazas de té? Para hacerte compañía…".

Al conocer a Oma y Opa, entendí realmente cómo y por qué mi marido no compartía mi temor al divorcio: para él el divorcio no era una fuerza malevolente que esperaba a tenderles una emboscada a los que habían bajado la guardia. Yo siempre había pensado que el amor era un sentimiento, como decían las canciones de amor populares, y para el caso, bastante pasajero. Mis propios padres se habían separado cuando yo tenía apenas cinco años y, mientras fui creciendo, conocí muchas amigas que también provenían de entornos similares. Sinceramente, no sé qué pensar ¿me sentía atraída hacia aquellos que compartían mis mismas experiencias de vida? o ¿será que durante la generación de los ochenta, cuando me volví mayor de edad, el divorcio se había vuelto algo tan predominante que era simplemente un reflejo de la realidad sociológica de la época? Lo que sí puedo decir es que en ese momento veía que las opciones disponibles eran o bien el divorcio, o bien una despreocupada aceptación mutua.

Pero mi marido se había criado en la seguridad de saber que sus padres tenían un compromiso mutuo, y su experiencia sin lugar a duda se vio fortalecida por la encantadora satisfacción que irradiaban sus abuelos. Él llegó al matrimonio confiado en que su propia relación reflejaría dichos modelos y le proporcionaría un nivel equivalente de estabilidad y de armonía. A diferencia de mí, él poseía una convicción sólida como una roca de que una unión matrimonial duradera era algo posible y factible.

A mí, me parecía muy sorprendente que personas como sus abuelos, que en realidad tenían tan poco, que se habían visto forzados a reconstruir sus vidas sobre las cenizas humeantes del Holocausto, pudieran haber construido tanto juntos… Sin embargo, tal vez, eso no sea tan sorprendente. Es posible que a veces ocurra que poseer demasiado interfiera con lo que es verdaderamente importante.

Oma y Opa se escaparon de Alemania a Inglaterra cuando empezó a crecer el antisemitismo. Y una vez que la guerra llegó a su fin, no tuvieron adónde ir. Eran refugiados a la deriva en un nuevo país que los miraba con sospecha y que no les dio la bienvenida. Para los ingleses, ellos siempre serían "los alemanes" más que los judíos. Los dos se conocieron a través de amigos mutuos y se dieron cuenta de que los dos venían de la misma ciudad. Al poco tiempo, se casaron y empezaron a reconstruir sus vidas sobre las cenizas de todo lo que habían amado y perdido.

Lujos tales como una salida para ir a cenar o tomarse vacaciones eran algo fuera de su alcance. Juntos lucharon por sobrevivir sin abuelos ni demás parientes que malcriaran a sus hijos. Juntos lucharon por aprender el nuevo idioma que se habían visto forzados a aceptar, ya que volver a Alemania después de la guerra no era una opción.

Mi suegra me contó cómo, a pesar de tener una impecable fluidez en varios idiomas, Opa nunca se rió de los muchos errores que cometía Oma ni del pronunciado acento que tenía en su nuevo idioma. Reírse de las debilidades del otro simplemente no era parte de su código matrimonial.

Para mí, el descubrimiento de que una forma tan respetuosa de relacionarse el uno con el otro todavía era posible después de medio siglo de vida compartida fue una tremenda conmoción. Pero muy pronto entendí que el amor puede durar toda una vida… e incluso más.

Las fuentes kabalísticas judías nos enseñan que marido y mujer volverán a unirse tras la resurrección de los muertos (Zohar). Los que lograron establecer un verdadero lazo unen sus almas, no solo en este mundo, sino también en el próximo. Una persona que verdaderamente ama a otra dentro del contexto de un matrimonio comprometido es capaz de establecer una relación que trascienda el tiempo e, incluso, la propia mortalidad.

Estamos en 2007, Opa falleció hace cinco años. Este 2 de septiembre se cumpliría el sexagésimo segundo aniversario de casados. Muchos de los miembros de su familia no entienden por qué Oma, hasta el día de hoy, continúa agregando un año más a su recuento de los años compartidos, ya que los últimos cinco fueron agregados tras la muerte de Opa. Pero yo pienso que ella sigue contando para demostrar que, si bien Opa se fue de este mundo al otro, ni siquiera la muerte logró alterar la profundidad de su afecto.

Feliz aniversario, Oma. Que todos merezcamos construir un amor tan permanente y tan duradero como el que tú compartiste con Opa.