La semana pasada en el Muro de los Lamentos, le pregunté a un anciano si le gustaría ponerse los tefilín. Él se negó firmemente. Entonces, le pregunté: “¿Cuándo fue la última vez que se puso los tefilín?”.

Me sonrió y dijo con orgullo: “¡Hace 72 años!”. Y extendió su mano para mostrarme el borroso tatuaje de números.

—1938 —dijo—. Era el día de Kristallnacht. ¿Sabes lo que es Kristallnacht?

—Por supuesto que sé —dije.

—Doscientas sesenta y siete sinagogas fueron quemadas en una noche. Ellos quemaron nuestra sinagoga, también. Mis tefilín se quemaron allí y nunca más me los volví a poner —continuó.

—Tengo un amigo que también estuvo en los campos —le comenté— y no solo se pone los tefilín ahora, sino que ¡hasta se los ponía a otros en el campo! ¿Le gustaría saber cómo consiguió tefilín en el campo?

—Sí —contestó interesado— ¿Cómo los consiguió?

Y así comencé mi relato:

Su nombre es Leibel. Siempre que viene a Israel, reza con nuestro minian al amanecer. Él también tiene números tatuados en el brazo. Cuando nos conocimos, él me preguntó: “¿Qué haces por aquí?”. Yo le respondí: “Yo les pongo los tefilín a la gente en el Muro de los Lamentos”.

Asombrado me preguntó: “¿En serio? ¡Bien! Yo le ponía los tefilín a la gente en los campos de concentración”.

Lo miré estupefacto fijamente. No tuve nada para decir. Le pregunté: “¿Cómo consiguió tefilín allí?”.

Y muy amablemente comenzó a contarme su historia:

Los nazis habían llegado al gueto y se habían llevado a 137 muchachos jóvenes. Solo cinco de ellos sobrevivieron, solo cinco.

Yo tenía trece años y medio. Llevaba puestas las botas altas que mi padre me había comprado y cuando los vi venir, metí mis tefilín en una de las botas y mi libro de rezos en la otra.

Nos empujaron a los muchachos dentro de un vagón de ganado y nos condujeron al campo de exterminio, no muy lejos del gueto. Cuando el tren se detuvo, abrieron el costado del vagón e inmediatamente comenzaron a lanzarnos en dirección a la puerta abierta de las cámaras de gas. Todos estaban tan asustados que comenzaron a gritar. Entonces, me preguntaron: “Leibel, ¿qué hacemos?”. Yo les contesté: “Vamos a formar una fila de a cinco y vamos a marchar adentro de esa cámara de gas cantando una canción de Fe, el “Ani Maamin”.

Y eso exactamente fue lo que hicimos, nos paramos en filas de cinco, uno al lado del otro, y comenzamos a cantar y a marchar directamente hacia la cámara de gas.

Los guardias estaban tan confundidos que no sabían qué hacer.

—¡No pueden hacer eso! ¡Nunca nadie ha hecho semejante cosa! ¡Alto! ¡Paren inmediatamente, ahora! ¡Volteen y vayan a las duchas! —gritaron.

Nos empujaron a las duchas y nos forzaron a desvestirnos y a tirar nuestras ropas sobre una pila en el medio del piso. Nos ordenaron sacarnos los zapatos y arrojar los tefilín y el libro de rezos sobre la pila, también.

Después de la ducha, nos pusimos el uniforme del campo, y nos empujaron hacia afuera. En el camino, vi mis tefilín y mi libro de rezos arrojados en la pila. ¡Quería tanto correr y recuperarlos!, pero estaba aterrorizado porque los guardias estaban mirando. Así que les dije a los chicos: “Yo hice algo por ustedes, ahora ustedes hagan algo por mí”.

—Lo que quieras —le dijeron—. Has salvado nuestras vidas.

—Cuando les dé la señal, empiecen a gritar y a pelearse.

—Bien...

—¡Ahora!

Inmediatamente, los muchachos comenzaron a discutir y gritar. Los guardias corrieron y trataron de separarlos, pero ellos no paraban de pelear. En medio de la confusión, yo corrí, agarré los tefilín y el libro de rezos y los escondí debajo del brazo.

Más tarde, en las barracas, me quise poner los tefilín. Logré ponerme el tefilín del brazo sin que nadie lo notara, ocultándolo con la manga, pero ¿cómo podría ponerme el de la cabeza sin que se dieran cuenta? Había guardias por todas partes. Abrí la ventana y saqué la cabeza hacia afuera para poder ponerme los tefilín. Un guardia vino y me gritó: “¿Quién les dijo que pueden abrir esa ventana?”. Le contesté que me sentía enfermo y que estaba vomitando y que si me hacía cerrar la ventana, vomitaría también adentro. Entonces, el guardia me dejó.

Terminó su historia, me miró fijamente a los ojos y me dijo: “Y yo ponía los tefilín a otra gente también”.

Empecé a llorar y le di un beso en la kipá.

Un día después de que Leibel me contara su historia, había un soldado en el Muro de los Lamentos que no quería ponerse los tefilín. No importaba lo que yo le dijera, simplemente se negaba. Entonces, le conté la historia de Leibel y, en seguida, dijo: “De acuerdo, lo haré”.

“Usted también lo puede hacer” —le dije al anciano caballero que no se había puesto los tefilín durante 72 años mientras deslizaba suavemente los tefilín que sujetaba sobre su brazo. Él dijo la bendición y se puso a llorar. Dijimos el Shemá juntos y rezamos por su familia. El anciano sonreía a pesar de las lágrimas que corrían por su rostro. Una multitud se reunió alrededor y lo felicitó por superar todos esos años de rechazo.

No siempre tenemos éxito, pero siempre debemos intentar.