Además del absoluto impacto y de la tremenda tristeza que sentí cuando me enteré del fallecimiento de Sami Rohr, por algún motivo, me vino a la cabeza algo que sucedió durante la entrega de los Premios Rohr el año pasado en Jerusalén.
La ceremonia estaba a punto de comenzar, y todos los asistentes estaban sentados. Pero faltaban dos personas: Sami Rohr y Abigail Green, la ganadora del segundo premio y autora de Moisés Montefiore: el liberador judío, el héroe del imperio. Resulta que estaban sentados afuera de la sala. Sami había pedido reunirse con Abigail debido a que le había gustado mucho su libro y quería conversar con ella del tema. Yo le dije a George: “¿Quién se supone que tiene que interrumpir a tu papá para decirle que la ceremonia está por comenzar, su hijo o el maestro de ceremonias?”. George sonrió y me dijo: “El maestro de ceremonias”. Entonces, me acerqué a Sami y le dije en voz baja que la gente dentro de la sala estaba lista para empezar, y él me hizo señas con la mano para que lo esperara: “Quiero hablar con la profesora Green”, me dijo. Después de uno o dos minutos, entró a la sala.
Esa imagen me quedó grabada porque me recordaba la razón por la que la familia Rohr había establecido el Premio Rohr para Literatura Judía: porque le importaba los libros y los escritores. Él era una persona que se deleitaba con la buena lectura. Y tal como pude percibir aquella noche en el Hotel King David de Jerusalén, él quería aprender también de los escritores.
El sentido de gratitud, admiración y amor por Sami Rohr que siente el Consejo del Libro Judío es sumamente profundo. Porque Sami Rohr elevó el estatus de los escritores y de la literatura judía y les proveyó a muchos escritores la oportunidad de que pudieran dedicarse a sus proyectos ofreciéndoles el mejor regalo de todos, tiempo, ya que de otro modo se hubieran visto limitados a trabajar solamente media jornada. Gracias a su pasión por la buena escritura y gracias a su enorme generosidad, muchos libros importantes serán escritos y, de no ser por él, tal vez jamás hubieran visto la luz.
Una de las cosas que motivaron a Sami era la extraordinaria fe que tenía no solo en la palabra escrita (él solía dar clases semanales acerca de la porción semanal de la Torá, que es la personificación misma de la vida judía de la palabra escrita), sino también en el talento único de cada individuo. Como era un lector voraz a Sami le gustaba citar a Goethe: “Para que la más grande obra pueda ser realizada, basta con una cabeza para mil manos”. Él quiso buscar esas cabezas y ofrecerles a los escritores el aliciente necesario para que produjeran obras que causaran un impacto en la vida judía y, por intermedio de esta, en el mundo entero. Él no solo ayudó a escritores jóvenes. En cualquier ámbito, Sami Rohr se encargó de darles una oportunidad a los jóvenes talentosos. Sus hijos, George, Evelyn y Lilian, me contaron que cuando todavía vivían en Colombia, su padre les ofrecía a arquitectos jóvenes y sin experiencia la oportunidad de trabajar en el campo del diseño en su empresa de bienes inmuebles. Él buscaba en forma consciente a aquellos jóvenes que, de otro modo, podrían quedar en el anonimato y “carecerían del oxígeno que ayudaría a que su talento pudiera salir a la luz”.
En la educación de su propia familia, Sami siempre alentaba a sus hijos a que fueran más allá de lo que pensaban que eran capaces. No lo hacía en forma compulsiva, sino con el deseo de demostrarles que eran capaces de hacer mucho más de lo que pensaban.
Así, quería alentar a los escritores, tanto a los que recibían el Premio Rohr como a todos los demás candidatos, de la misma manera que alentaba a sus propios hijos, y de la misma manera en que alentó a aquellos jóvenes arquitectos de Bogotá, a que “lo hicieran”.
Los miembros del Consejo del Libro Judío hemos tenido y siempre tendremos la bendición de que Sami y su gran visión de futuro fueran parte de nuestras vidas.
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