Rabi Shneur Zalman Chaiken era un hombre adinerado para quien la caridad y la hospitalidad eran un estilo de vida. En el shil, elegía sentarse en la parte de atrás junto con las personas pobres en lugar de sentarse en un sitio distinguido al frente. Los mendigos que pasaban por ahí lo confundían con uno de ellos.

Siempre estaba atento a las conversaciones de esas pobres personas. Con frecuencia, estas giraban en torno a su hambre y sus carencias. "No he tenido una comida decente en tres días", era el comentario que más solía escuchar.

Rabi Zelman inmediatamente respondía: "Sabe, hay un hombre en el pueblo llamado Zalman Chaiken. Su casa está siempre abierta para las personas necesitadas. Yo mismo he ido a comer una deliciosa comida ahí el otro día".

Entonces, acompañaba a los pobres hasta su casa, ponía la mesa y les servía comida a los sorprendidos invitados. "Al dueño no le importa", les decía mientras se encogía de hombros. "Él está feliz de que sus invitados se sientan como en casa en su hogar".


Cierta vez, Rabi Mijael, el Anciano, uno de los mashpiim (consejeros espirituales) de la yeshiva, en la ciudad de Lubavitch, estaba a punto de recitar una de las partes centrales del rezo matutino, el Shema (Escucha, oh Israel), cuando se percató que uno de los estudiantes tenía los zapatos rotos. Interrumpió el rezo y le señaló los zapatos rotos a la persona que estaba a cargo de las necesidades materiales básicas de los estudiantes.

Más tarde, le preguntaron a Rabi Mijael: "¿No podría haber esperado hasta después del rezo para señalar los zapatos rotos?".

"El Shema proclama la unicidad del Di‑s", contestó Rabi Mijael. "Un estudiante que tiene sus zapatos rotos puede –Di‑s no lo permita– resfriarse y verse impedido de estudiar y rezar. Ser conscientes de esto es una expresión de la unicidad de Di‑s".


El bullicio de las conversaciones colmaba el shil del pueblo de Nevel. Aún no habían comenzado los rezos y los pueblerinos estaban intercambiando sus experiencias diarias sobre la vida del shtetl.

Se comentaba acerca de la buena calidad de la leche que producían las vacas de Yankel, de la cantidad de heno que comían los caballos de Shmerel y del daño que había causado al cultivo de vegetales la cabra de Yossel.

Sin embargo, una vez que comenzaban los rezos, todas las conversaciones cesaban. Las personas dejaban de lado todo tipo de pensamiento y preocupación y se sumergían en las plegarias.

Cierta vez, en una reunión, Rabi Mijael, el Anciano, predicó sobre la santidad de la sinagoga. "No parece apropiado hablar de vacas y caballos en un lugar santo", dijo.

Las personas asintieron y decidieron que, en adelante, no hablarían de asuntos mundanos ni antes ni después de sus plegarias. Aceptaron esto con el mayor de los respetos.

Aproximadamente un mes después, Rabi Mijael subió una mañana a la bimá y solicitó la atención de la congregación. "Sugiero que no prestemos más atención a la resolución que adoptamos. De ahora en más, podemos hablar de temas mundanos en la sinagoga antes de comenzar las plegarias, como solíamos hacer. No es preciso aclarar que esto no debe hacerse durante el servicio en sí mismo".

A modo de respuesta, ante las miradas sorprendidas y dudosas de la congregación, Rabi Mijael continuó: "Aunque nuestras intenciones son acertadas, parecería ser que esta resolución causó más daño que otra cosa. Antes de que adoptáramos esa medida, compartíamos nuestras dificultades diarias. Sabíamos cuándo una persona necesitaba un préstamo para reemplazar una vaca que había dejado de producir leche o cuándo el caballo de alguien había envejecido y necesitaba dinero para comprar uno nuevo. Cuando dejamos de conversar antes de las oraciones, perdimos contacto entre nosotros, y por ende, ya no pudimos demostrar nuestro interés por los otros".