El atardecer cayó en nuestro pueblo, y comencé a respirar de nuevo. El firmamento centelleaba alegre. Di un vistazo hacia arriba ahora, quién hubiera podido imaginar que unos minutos antes, el cielo estaba cubierto de una lluvia de cohetes furiosos.

La brisa calma que soplaba en la tarde ‒tan bienvenida después del sofocante calor de una tarde de verano en el sur de Israel‒ no transmitía lo que había sucedido unos momentos antes: el llanto agudo de las sirenas de emergencia por toda la ciudad. Ante ese terrorífico sonido, nuestros corazones se diluyen, nuestras mentes se vacían, la adrenalina invade nuestro torrente sanguíneo. Y empezamos a correr. A correr rápido.

Luego de dos días de sirenas ‒dos días durante los cuales traté de realizar las tareas de la vida cotidiana mientras esperaba, nerviosa, el siguiente ataque de cohetes‒, mi esposo y yo decidimos salir a caminar. Una excursión corta ‒muy corta‒ para aclarar nuestro pensamiento y hacer de cuenta que todo estaba bien.

Mas la realidad era otra. Nuestros ojos buscaban a toda velocidad, en cada vuelta, un lugar seguro para escondernos en caso de que una sirena se disparara. En verdad, no estaba todo bien. Pero dimos un paseo y charlamos y probamos esa sensación de calma, aun en el medio de la tensión que gobierna una zona de guerra.

Paseamos por el parque. No se apreciaba el olor habitual de las barbacoas ni se escuchaban las voces de amigos disfrutando de la compañía de unos y otros. Las hamacas estaban quietas, los bancos vacíos, los árboles altos y solitarios. Tratamos de no apurarnos, y al mismo tiempo mirábamos hacia arriba, hacia los costados, tratábamos de reconocer el ruido de una sirena.

En la distancia, vimos una mujer que salía de un complejo de departamentos con un carrito de bebé y una niña saltando a su lado. A medida que se acercaban, percibimos la preocupación en el rostro de la madre, la ansiedad arrugaba su frente. Era el rostro de todas las madres en Israel. Empujaba su carrito con apuro, su pequeña hija pegaba saltos para no quedarse atrás.

―¡Ima (Mami)!

Escuchamos la dulce y pura voz de la niña que hacía eco en la noche.

―¿Ima, Hashem yishmor otanu (Mami, Di‑s va a protegernos)?

Dejé de caminar inmediatamente. Me quedé con la boca abierta.

Ken (Sí) ―respondió su madre.

Entonces, caminaron a nuestro lado, y no pude escuchar el resto de la conversación, si es que la hubo. Pero lo que escuché fue más que suficiente. Esa niña inocente había tocado un acorde dentro de mí que había estado acallado durante mucho tiempo. Durante los últimos dos días, había dejado que la desesperación y el miedo me consumieran. ¡Pero tenía a Di‑s! ¿Cómo pude olvidarlo? Recitaba la oración matutina todos los días, leía los Salmos por la seguridad de mi nación, y sin embargo, las preocupaciones que me consumían me habían hecho olvidar que Di‑s realmente nos estaba protegiendo.

Miré a mi esposo.

―¡¿Escuchaste eso?! ―le pregunté, mientras me invadían al mismo tiempo el asombro, la excitación y la sorpresa.

―¡Hashem yishmor otanu!

Él sonrió.

―A veces, necesitamos que un niño nos lo recuerde.