Como emisario de Jabad en Zhitomir, Ucrania, en ocasiones, debo visitar París para conseguir donaciones y comprar provisiones. Entre una y otra reunión, suelo ir a la sinagoga para disfrutar de unos valiosos momentos de estudio de la Torá.

En cierta ocasión, el sheliaj del lugar entró con dos extraños –un hombre mayor y un estudiante norteamericano de larga cabellera de unos veinte años, aproximadamente. El rabino le preguntó al hombre mayor si le gustaría ponerse los tefilín. Al principio, se rehusó; pero luego de que le insistiera un poco, comenzó a arremangarse la camisa y me permitió que le ayudara a colocarse los tefilín alrededor del brazo y en la cabeza.

Mientras tanto, el joven estudiante comenzó a caminar por el shil. Se detuvo en una esquina, sacó su celular y tomó algunas fotos. ¿Acaso sabía el joven que hacía setenta años, en esa misma esquina, el Rebe, Rabi Menajem M. Schneerson, de bendita memoria, había dado una clase semanal de Torá? Sí, en esos mismos bancos, los judíos se reunían para aprender un tratado del Talmud del futuro Rebe.


Durante la década del treinta, cuando vivía en París y estudiaba en la Sorbonne, el Rebe solía frecuentar la sinagoga ubicada en el número 17 de la Rue des Rosiers, donde también daba clases de Torá a la pequeña congregación.

Una de esas clases fue acerca de Mai Januká,“¿Qué es Jánuca?”, la porción del Talmud que trata acerca del significado de Jánuca. El Rebe habló acerca de la conocida disputa entre los filósofos griegos y los sabios de Israel y de la diferencia fundamental entre la filosofía helenística y la sabiduría de la Torá.

El Rebe destacó que en Salmos, Iavan, el nombre en hebreo para Grecia, está asociado con la palabra barro, (Tit ha) Iavan טיט היון. Señaló que las mismas letras que conforman la palabra Iavan יון proveen una imagen visual de un descenso gradual, comenzando por la letra Iud que está elevada, que representa la sabiduría, siguiendo por la Vav, que llega a la base del renglón, y finalizando con la Nun, que se extiende por debajo del renglón; es decir, hacia las profundidades. La filosofía griega encarnaba este descenso, desde las alturas hasta las profundidades del plano moral.

Los griegos poseían cierta sabiduría; de hecho, muchos sabios de Israel ‒incluyendo al Rebe‒ tenían gran conocimiento acerca de la sabiduría secular. Su error radicaba en la forma en que la aplicaban. Ellos utilizaban la sabiduría para exaltar el cuerpo y sus deseos por sobre el alma, y eso fue lo que los condujo a su descenso moral. Incluso, el estudio de la Torá se puede convertir en la sabiduría griega, dijo el Rebe, si uno no se acerca a ella con pureza de espíritu y humildad. Podemos hacer desaparecer a la Torá para justificar este disparate.

Los griegos no solo profanaron el aceite sagrado de la menorá del Templo, sino también la pureza de espíritu en el corazón de los judíos. El milagro de Jánuca restableció esa pureza –nuestra devoción absoluta por Di-s y su Torá.

Esta fue la enseñanza que dio el Rebe en París en 1935.


Regresando a la sinagoga. Observé al joven mientras tomaba fotos. Había algo raro respecto de esa escena. ¿Quién era ese muchacho, qué conexión tenía con este lugar?

“¿Te has puesto tefilín hoy?”, le pregunté. La respuesta me dejó perplejo. “Sí, ya me puse”, dijo. “Me pongo tefilín todos los días. Es la única mitzvá que aún respeto. Justamente, ayer se me ocurrió dejar de hacerlo, pero decidí seguir, por el momento”.

Fue entonces cuando entendí que, quizá, ese joven era una oveja descarriada que en algún momento había pertenecido a la comunidad de Jabad. El hecho de que se hubiera puesto los tefilín y que hubiera fotografiado un rincón oscuro en el cual el Rebe había impartido su conocimiento no podía ser pura coincidencia.

Y de hecho, estaba en lo correcto. El joven había sido estudiante en la Yeshivá de Lubavitch, donde prosperó hasta el final de su adolescencia. “Pero luego, decidí que quería una formación universitaria. Quería ampliar mis horizontes”, me contó. “Y más tarde una cosa me llevó a la otra y, antes de que me diera cuenta, dejé de cumplir con todo, excepto con la mitzvá de los tefilín”.

Le sugerí que estudiáramos algo juntos. Quizá, algo que el Rebe enseñó mientras estuvo en este lugar. Accedió y nos sentamos a estudiar el discurso sobre Mai Januká.

Abrimos el Reshimos, la colección de publicaciones póstumas de las anotaciones privadas del Rebe, en la cual figura dicho discurso. La conversación fluyó en perfecto idish, mientras el joven se abría camino entre las dificultades del discurso con la facilidad propia del joven estudiante jasídico que una vez supo ser.

“Entonces, toda la concepción de la idea de Grecia, de Iavan, está representada por las mismas letras hebreas que forman la palabra”, explicó. “Incluso, el estudio de la Torá, cuando se mezcla con motivos materiales, se convierte en un espiral descendente, desde la Iud inicial que se encuentra en lo alto, finalizando en la Nun que cuelga del renglón. Poco a poco, nos tornamos arrogantes y consentidos, convirtiendo nuestras ansias de conocimiento en una poción letal, un terreno de arenas movedizas del que no podemos salir”.

De repente, el joven se detuvo y cerró el libro. Parecía sobrecogido por la emoción.

“¡Rebe!”, exclamó, y luego se mantuvo en silencio por unos cuantos minutos. Finalmente, me miró a los ojos y dijo “¿Entiende lo que ha ocurrido? El Rebe estaba hablando de mí”.

“Al principio, estaba solo la Iud de Iavan, la sabiduría de la filosofía. Simplemente quería expandir mi conocimiento. Pero en la universidad encontré que la mayoría de los estudiantes estaban más interesados en pasarla bien que en aumentar su conocimiento. Me resultó difícil disociar las ideas que estaba estudiando del entorno moral que me rodeaba. Descendí paso a paso hasta llegar a las profundidades de la Nun. Todo el proceso fue tan gradual que ni siquiera me di cuenta de que estaba ocurriendo”.

El Rebe se sentó en este mismo lugar hace setenta años y dio esta charla para mí. El Rebe me está diciendo “te veo, te sigo, y entiendo la totalidad del proceso que estás atravesando”.

Abrió nuevamente el libro y escaneó todo el discurso con su celular, página por página.

“No puedo seguir aquí”, me dijo. “Es demasiado para mí. Continuaré luego, por mi cuenta”.

Mientras se retiraba, sus últimas palabras fueron “El Rebe me ha devuelto mi alma”.