Uno de los grandes desafíos que uno encuentra cuando habla de judaísmo a judíos criados con valores laicos, es hablar de la idea que existe una verdad absoluta a la cual uno se debe someter y que no todo es relativo.
El otro día escuché a uno hablando de los 'arrogantes que creen que su verdad es la verdad'.
Me pregunté: ¿Estará este hombre absolutamente convencido de que no existe una verdad absoluta? ¿No será esa, entonces, una verdad absoluta que contradice su propia negación de la existencia de verdades absolutas? Y si no está absolutamente convencido de que no existe una verdad absoluta, ¿cómo sabe que el otro realmente no la puede tener? O quizás lo que no quiere es que exista una verdad absoluta en manos de otros que choque con sus preferencias personales…
Muchas veces uno cree que está buscando la verdad, cuando en realidad está huyendo de ella, como vemos en la siguiente historia.
Cuentan de un hombre que a los 20 años salió al mundo en búsqueda de la verdad. Durante 60 años viajó por el mundo entero. Conoció a todas las distintas civilizaciones con sus respectivas creencias y costumbres. Ninguna le convenció lo suficiente como para que la adoptara para sí mismo.
Un día, cuando estaba viajando en su barco en alta mar, vio de lejos una gran luz. Era una luz como nunca vio en su vida. Siempre curioso por conocer cosas nuevas, se acercó a la isla y vio que estaba llena de velas. Millones y millones de velas.
Desembarcó y quedó mirando, maravillado. De pronto se le acercó un hombre anciano con una sonrisa en el rostro y le extendió la mano. "Bienvenido, Señor. ¿Qué puedo hacer por Ud.?" preguntó el nativo.
"Bueno, yo soy un buscador de la verdad. Toda mi vida me he dedicado a buscar la verdad. Vi esta isla de lejos y me acerqué para investigarla," explicó.
"Tienes suerte," dijo el anciano. "Esta es la Isla de la Verdad. Cuando uno nace se le prende aquí una vela.
Cuando la vela se apaga, su alma vuelve a su origen." "¡Qué increíble!" exclamó el hombre.
"¿Todos tienen una vela?"
"Sí, todos."
"¿Yo también?" preguntó el hombre, incrédulo.
"Sí, Ud. también."
"¿Puedo verla?".
"¡Cómo no!" dijo el anciano y procedió a explicarle al visitante cómo encontrar su vela.
El hombre siguió las instrucciones del anciano y en pocos minutos se encontraba frente a un vaso de aceite con una llama con su nombre y apellido grabados en ella.
Su emoción por ver su propia vela desvaneció rápidamente al ver que quedaba muy poco aceite y que la llama estaba por apagarse.
"¿Qué hago?" pensó. De repente, se dio cuenta que la vela de al lado estaba llena, aparentemente perteneciente a un niño recién nacido.
"Saco un poco de aceite de esa vela y así me salvo la vida," pensó. "Igual no se dará cuenta; tiene toda una vida por delante."
"Pero, no es justo…" siguió pensando. "Eventualmente esas gotas que le saque le afectarán. No lo puedo hacer."
La llama empezó a titilarse, dando señales de que estaba en sus últimos suspiros.
El hombre, en su desesperación, no vaciló mucho más y agarró la vela lindera para abastecerse de allí una extensión de vida.
De repente, apareció el anciano y agarrándole el brazo, dijo: "¿No me dijiste que estabas buscando la verdad? Aparentemente es más interesante buscarla que encontrarla…"
La festividad de Pésaj, en la cual comemos Matzá para celebrar nuestra liberación de Egipto y el posterior recibimiento de la Torá en el Sinaí, nos enseña que sí, existe la verdad. Pero para poder encontrar la verdad, uno debe estar dispuesto a liberarse de su verdad. Mientras uno se aferre a sus ideas, hábitos y deseos personales, no estará en condiciones de buscar la verdad y menos aún le interesará encontrarla. Para lograr la verdadera libertad personal hace falta tener la cualidad de la humildad representada por la Matzá, un pan confeccionado de una masa no inflada.
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