Me atrajo desde el primer momento. Con sus cinco años, Paul era un niño inquieto, de amplia sonrisa, confiado e inocente. Había nacido con una transposición de las grandes arterias tipo D y, poco tiempo después de su nacimiento, tuvo que ser sometido a un procedimiento de Senning de cirugía reparadora. Durante años no se presentaron problemas hasta que, de pronto, tuvo episodios en los que sentía un fuerte latido en el pecho y luego perdía el conocimiento. Los episodios empezaron a ser más frecuentes y su duración, mayor. A través de resultados de estudios con holter y electrofisiológicos, encontramos que tenía arritmia y una enfermedad del nódulo sinusal. Le colocamos un marcapasos y empezamos a administrarle un tratamiento farmacológico. Los episodios no se volvieron a presentar.

Pronto, el pequeño Paul se convirtió en mi paciente favorito. Esperaba con ganas sus visitas, y cuando venía me abrazaba con entusiasmo y me besaba en la mejilla. Me traía los dibujos que había hecho y yo le regalaba una lapicera o una taza de publicidad de algún producto. “¿Y?, ¿cómo anda mi amiguito?”, solía preguntarle cuando entraba como un torbellino a la clínica. “¿Y?, ¿cómo anda mi amigote?”, me contestaba arrojándose en mis brazos.

Una mañana, cuando Paul tenía 7 años, recibí una llamada urgente a la sala de emergencias. Paul había sufrido un desmayo en la escuela y un equipo de paramédicos lo estaba trasladando al sanatorio. Tenía un paro cardíaco total; yo estaba allí cuando ingresó.

El equipo coordinado, conmigo al frente, trabajó como una máquina bien aceitada. Todo funcionó como un mecanismo de relojería, pero Paul no volvía en sí. A medida que pasaba el tiempo empecé a sentir un creciente sentimiento de desesperación que, poco después, pasó a ser una sensación de pánico. Indiqué que se le administrara magnesio. Mientras continuaba la resucitación cardiopulmonar, ya había pasado una hora y perdí el control sobre mis pensamientos. “Por favor, él no. No elijas a Paul.” Empecé a gritar mentalmente: “¡Paul, no te mueras!”

De pronto, sin llegar a darme cuenta, se me llenaron los ojos de lágrimas y rompí a gritar: “¡Paul, no te mueras! ¡Ay, por favor, no te mueras!”. El equipo quedó impactado por mi estallido, y uno de mis colegas apoyó su mano en mi hombro diciendo: “Creo que va a ser mejor que siga yo”. Pero no había terminado de hablar cuando alguien gritó: “¡Se puede sentir un ritmo!”. Nuestras miradas fueron hacia el monitor. Lentamente al principio, luego con una frecuencia cada vez mayor, comenzaron a aparecer marcas en el sistema de resonancia Quantum. “¡Tenemos un pulso!”, gritó uno de los residentes. “¡Tengo la presión!”, exclamó otro. En pocos instantes, los signos vitales se habían estabilizado. Después, durante un tiempo que me pareció una eternidad, nadie habló; me observaron mirar fijamente a Paul, y después se quedaron mirándome a mí.

Paul empezó a moverse y a tener arcadas a causa del tubo endotraqueal. Abrió sus ojos, giró la cabeza y me miró directamente. La jefa de enfermería quedó boquiabierta; la tablilla portapapeles se le resbaló de las manos. El residente que había podido sentir el pulso por primera vez, un joven árabe, estaba pálido y murmuró: “Allahu Akbar” (D-os es grande); mientras mi colega susurraba: “D-os mío, D-os mío…”. Tomé la mano de Paul, me incliné para besar su frente, le acaricié el cabello con la mano, y lloré.

Al otro día, después de la visita del equipo coordinado, hablé con Paul. Todavía estaba mareado, pero me abrazó con fuerza. Le pregunté si podía recordar algo de lo que había sucedido. Por un momento quedó sentado inmóvil, juntando sus pensamientos. “Estaba oscuro y yo flotaba, como si estuviera bajo agua o algo así, y quería moverme, pero no sabía hacia dónde.” Se detuvo un momento. “Después, escuché a alguien que me llamaba por mi nombre, y entonces empecé a moverme hacia quien me llamaba. Me sentía cada vez más liviano.” Sus ojos de niño me miraban fijo. “¿Verdad que eras tú quien me estaba llamando?”, “Sí, Paul”, le contesté, “era yo”. “¿Verdad que seguimos siendo amigos?”, “Sí“, le dije mientras lo abrazaba con fuerza, “¡seguimos siendo amigos!”.

Esto sucedió hace mucho tiempo. La mayoría de quienes estuvieron allí ese día han ido avanzando a otros puestos o se han mudado a otros lugares. Pero Paul y yo seguimos estando aquí, y seguimos siendo amigos. Él ha madurado con la plenitud y la energía de la juventud mientras que las líneas de mi rostro se han vuelto más profundas y mi cabello está cada vez más canoso.

La última vez que lo vi en la clínica hablamos de automóviles, universidades y carreras. Con orgullo me anunció que iba a elegir un programa premédico. “¿Cómo llegaste a elegir esta carrera?”, le pregunté. “Ah”, me contestó, “simplemente digamos que fue por un llamado”. Y nos empezamos a reír...