Crink. Crank. Crink. Crank.

La cuna rechina mientras la meso. Crink. Crank. La historia de mi vida.

Mi hijo tiene apenas dos semanas de vida y, en este momento, a las 4:02 de la mañana, me debato entre la cordura y el cansancio, producto de la falta de horas de sueño.

Créanme, siempre fui la primera en destacar las maravillas del embarazo y del parto. Siempre me fascinó la sensación mágica que se experimenta con cada hijo. Incluso en este instante, a esta hora de la madrugada, siento cómo se me infla el pecho de alegría a pesar del cansancio. Pero aun así, no estoy preparada para esta sensación de agotamiento interminable.

No debería quejarme. Mi hijo es un santo. Sol se despierta una vez por noche y la segunda comida nocturna suele ocurrir entre el amanecer y las primeras horas de la mañana. El problema es que cada una de estas sesiones dura una eternidad.

El llanto desconsolado del niño hace que no pueda pegar un ojo. Lo amamanto unos diez minutos y luego cae rendido por el sueño. Me encantaría poder sentarme a contemplar su pequeña naricita y sus diminutos labios; recorrer con mis dedos su suave rostro sabiendo que está profundamente dormido. Pero lamentablemente no es posible, ya que el niño tiene una tendencia a empaparse íntegro.

Así que lo acuesto en mi cama y rápidamente comienza a llorar. Me levanto lo más rápido que puedo y busco un nuevo pañal, una nueva camiseta, sus pequeños pantalones y una frazada. Lo cambio a toda prisa mientras él agita las piernas furioso. De repente, mi marido abre un ojo sin mucho esfuerzo y balbucea: “¿Está todo bien?”.

Sí, todo está de maravillas. Por fin el bebé se encuentra limpio y seco. El problema es que ahora yo estoy completamente despierta y me aventuro a darle de comer nuevamente durante unos minutos. Lo miro con asombro y ternura, y juro que puedo percibir las vibraciones de amor que fluyen entre nosotros. Una vez que se encuentra satisfecho, lo abrazo con fuerza y luego lo acomodo en la cuna. Aquí es cuando comienza la diversión.

Crink. Crank. Crink. Crank.

Mientras meso la cuna, el bebé está tranquilo. En cuanto dejo de hacerlo, sin embargo, comienza a moverse inquieto y hasta rompe en llanto. Por lo tanto, no tengo más opción que continuar meciendo la cuna.

Esta escena se repite día tras día. Mientras meso la cuna mi mente se pone en blanco, mis hombros se aflojan y mis ojos se van cerrando lentamente. Me fuerzo a no detenerme, o el bebé llorará. Por lo general, luego de 45 minutos meciendo religiosamente la cuna se queda dormido. Deseo con ansias que la situación mejore, pero no ocurre. Pasan tres semanas, luego cuatro y noche a noche meso la cuna.

Son las 4:58 de la madrugada y, luego de 33 minutos de mecer la cuna de mi hijo de cinco semanas de vida, comienzo a rezar.

Di-s, por favor, mira a mi hermoso bebé. ¡Ojalá siempre sea así de hermoso! Ayúdalo para que sea puro, generoso y una buena persona. Que pueda adaptarse a las situaciones con facilidad y que sea un niño feliz con buenos amigos.

Esto me resulta un tanto desconcertante. He rezado por mi hijo desde mucho antes de que llegara al mundo. Y sin embargo, desde que nació mis plegarias siempre han sido cortas y apresuradas. Suelo decirlas cuando estoy camino a algún lugar y de pronto veo un bebe sano y hermoso arropado en su cochecito. De repente me encuentro susurrando: por favor Di-s, conserva a mi hijo santo. Ayúdame a criarlo bien. O quizás mientras estoy doblando la ropa limpia me pongo a pensar: Di-s, haz que se convierta en un judío orgulloso de sus raíces. Lamentablemente, suelo desaprovechar esos minutos sagrados cuando enciendo las velas de shabat; ese instante maravilloso en el cual el mundo entero parece retener el aliento y la magia del shabat se respira en el aire. Con frecuencia termino rezando con los ojos cerrados, saboreando la paz que me habita el alma durante los segundos previos a que mi hijo estalle en llanto.

En este momento son las 5:05 de la mañana y nadie me interrumpe. Me siento y meso la cuna mientras mis más fervientes deseos brotan de mi corazón y flotan hacia el cielo, junto con el interminable chirrido de la cuna que se mece. A pesar de que comenzó de forma un tanto sencilla, a medida que el sueño comienza a reflejarse en el rostro de mi hijo me doy cuenta de lo mágica que ha sido esta experiencia.

Así que finalmente he encontrado la forma de contrarrestar el sonido inquietante de la cuna en el silencio de la noche. Y si bien no puedo decir que es un momento del día que anhelo –ya que nunca será algo placentero el hecho de mecer la cuna mientras mi cuerpo me pide a gritos que me acueste a descansar– sin duda ha cobrado un nuevo sentido.

Entre suspiros y bostezos, meso la cuna mientras mis sueños, deseos, preocupaciones y anhelos ruedan, como canicas brillantes, desde el centro de mi pecho y danzan en el aire y siento que puedo vislumbrar un destello de su color con los ojos entreabiertos.

Crink. Crank. Crink. Crank. El sutil murmullo de los rezos mientras ascienden. La historia de mi vida.