David y Leo eran dos hermanos con caracteres muy distintos. David siempre alegre y Leo siempre triste.

Cierto día los padres quisieron probar hasta qué punto llegaba el optimismo de David y el pesimismo de Leo. Le pusieron a David en un cuarto lleno de estiércol y a Leo le pusieron en cuarto lleno de juegos.

Al rato entraron al cuarto de Leo y vieron que estaba llorando histéricamente. ¿Qué te pasa? preguntaron. ¿Por qué lloras con tantos juegos a tu disposición?

Yo sé que no me dan nada así nomás. Debe ser que me descubrieron alguna enfermedad…

Entraron al cuarto de David y lo vieron feliz de la vida muy activo, con una pala en la mano, como si estuviera buscando algo.

¿Por qué estás tan feliz? ¿Qué es lo que estás buscando? preguntaron con mucha curiosidad.

Miren, tanto estiércol no viene solo. Estoy buscando al pony.

En la parashá Lej lejá encontramos la primera orden que D-os le diera a nuestro patriarca Abraham: Lej lejá meártzeja umimoládetejá umibeit avija el haaretz asher areka (“Vete de tu tierra, de tu lugar de nacimiento y de la casa de tus padres, hacia la tierra que yo te indicaré”).1

A primera vista, la estructura del versículo pareciera ilógica: ¿por qué D-os tiene que especificar que Abraham debe abandonar su país, tierra natal y casa paterna, si dejar el país implica automáticamente haber salido de su tierra natal y de su casa paterna? Imagina tres círculos concéntricos: si uno se encuentra en el círculo central y le dicen que salga del círculo más grande, ¿no quedaría automáticamente fuera de los dos círculos interiores, más pequeños?

Los maestros jasídicos postulan que aquí subyace un mensaje que va más allá de la orden específica que D-os le diera a Abraham de dejar su lugar para ir hacia la tierra que Él le indicaría. Se trata nada más y nada menos que de la receta para llegar a uno mismo.

Para empezar, la orden lej lejá (‘vete’), pudo haber sido expresada en una sola palabra, lej (‘ve’). El agregado lejá implica no solo la acción de ir, sino también la de ir hacia sí mismo. O sea, se trata aquí del objetivo de llegar y conectarse consigo mismo, con su propia esencia.

¿Cómo hacer para liberarnos de aquello que es producto de las circunstancias sociales y educativas y descubrir nuestro propio “libreto”, el que está en consonancia con quien verdaderamente somos? La respuesta es: “Vete de tu tierra, de tu lugar de nacimiento y de la casa de tus padres.” Si quieres lograr tu libertad personal, tienes que liberarte primero de tres limitaciones, englobadas en las palabras hebreas artzeja (‘tu tierra’), moládetejá (‘tu lugar de nacimiento’) y beit avija (‘la casa de tus padres’).

La palabra eretz (‘tierra’) está relacionada etimológicamente con ratzón (‘deseo’). Moladetejá (‘tu lugar de nacimiento’) representa los hábitos que uno tiene arraigados desde pequeño. Beit avija (‘la casa de tus padres’) se refiere al intelecto, ya que, según las enseñanzas del misticismo judío, las dos facultades denominadas jojmá y biná (creatividad y análisis) son consideradas “padre” y “madre” respectivamente, porque son estos poderes intelectuales los que engendran las emociones, sus “hijos”. Las reacciones personales y emocionales frente a un acontecimiento se definen por el modo en que se lo entiende.

Es esta una idea muy diferente de lo que se pregona generalmente en el mundo occidental de hoy. El versículo nos enseña que, en lugar de buscar la libertad personal por medio de hacer lo que uno quiere, entiende y lo hace sentir cómodo, la verdadera manera de lograr la libertad personal es liberándose, primero, de uno mismo.

Quien se rige únicamente por sus deseos, ideas y hábitos personales, lejos de lograr la libertad personal, se encierra en una jaula que lo limita. La manera de abrir la puerta de la jaula es con una llave que la abra desde afuera. Es decir, debemos estar dispuesto a confiar en otro para poder llegar más allá de donde podríamos llegar solos. Cualquier “otro” ser humano también tiene sus limitaciones. Cuando el “otro” es D-os mismo (quien tiene la llave maestra para todas las cerraduras), no hay límite hasta dónde podemos llegar.

Este ha sido el leitmotiv del pueblo judío a lo largo de su historia milenaria: nunca descansar en los laureles de lo logrado; siempre aspirar a más. No porque tengamos un ego insaciable, sino por una humildad que proviene de poner nuestros deseos, ideas y hábitos al servicio de D-os, quien no tiene límite.

Abraham, el “hebreo”

El término ‘hebreo’ viene de la palabra hebrea ivrí. El primero en llamarse ivrí fue nuestro patriarca Abraham. Fue denominado así porque meever quiere decir ‘del otro lado’, y Abraham, proveniente de Ur Kasdim (actual territorio iraquí), llegó a la Tierra de Canaán “desde el otro lado” del río Eufrates.

Hay quienes opinan que hay otro motivo por el cual Abraham se llamaba ivrí: todo el mundo estaba del lado del paganismo y la idolatría y Abraham estaba, solo, en el otro lado, el de la fe en un único D-os. Esa es, de hecho, una de las características que nuestro patriarca nos dejó como herencia a cada uno de nosotros: la capacidad de vivir y luchar por nuestras convicciones, aun contra grandes mayorías adversas.

Ascensos y descensos

El nombre de la parashá (lej lejá) implica progreso y avance, un avance inexorable hacia una meta final. ¿Cómo es, entonces, que en la lectura con dicho título encontramos una cantidad de episodios que implicarían todo lo contrario de un progreso?: se desata una hambruna en la tierra de Canaán que obliga a Abraham a bajar a Egipto en busca de alimento; en dos oportunidades diferentes secuestran a su esposa, Sara.2

He aquí el concepto de ieridá letzórej aliá, o sea, de un descenso para lograr un ascenso. Todo lo que ocurre en el mundo es para bien. Los acontecimientos que parecen ser retrocesos o descensos son, en realidad, parte de un proceso que lleva al progreso en los planos tanto individual como nacional y cósmico. Veamos un interesante e ilustrativo ejemplo de este concepto:

La Torá nos prohíbe construir en Shabat; no nos prohíbe expresamente destruir. La prohibición de destruir en Shabat es de origen rabínico, no bíblico3 . Ahora bien, en el caso de demoler una pared con el objetivo de construir otra mejor en su lugar, ¿se considera esta acción una destrucción o una construcción? La respuesta es: por más que se trate de un acto de destrucción, en este caso la demolición de una pared debe considerarse un acto de construcción, dado que el motivo y el propósito son la construcción.

Ciertamente, hubo episodios en la vida de Abraham y Sara que parecían ser caídas y retrocesos, pero aún así se incluyen en la presente parashá porque, aunque no fuera evidente en el momento, al fin de cuentas formaban parte de un proceso de construcción y progreso.

Cuando aprendamos a ver en los momentos “destructivos” de la vida pasos necesarios hacia un crecimiento y progreso, podremos enfrentarlos con mayor confianza. Si nos dedicamos a buscar el pony, no nos molestará el estiércol...