Mi amiga Gaby y yo nos detuvimos en la entrada del parque y continuamos nuestra conversación durante unos minutos. Nos volveríamos a ver al día siguiente, pero no importaba. Se acercaba el final del año escolar de nuestro octavo grado, y teníamos muchas cosas que decir. Luego de nuestro último “nos vemos mañana”, nos separamos y yo caminé con tranquilidad hacia la puerta de entrada a mi casa. Llamé a la puerta y abrió mi hermano mayor:
–Papá está muerto.
Yo grité: “¡Mentira, mentira!”.
Corrí hacia afuera, a nuestro jardín trasero, y eché a correr en círculos, enfurecida con el creador y demandándole que trajera a mi padre de vuelta. Y luego… luego, de algún modo, las horas habían transcurrido, y el día había terminado. El timbre de la puerta no dejaba de sonar, mientras olas de allegados venían, nos consolaban –o al menos lo intentaban– y se iban. Mucho más tarde llegó el contingente de la familia Glasgow, quienes llenaron el refrigerador con los pequeños paquetes de comida, frutas y sándwiches de su largo viaje de doce horas hasta nuestra casa en Londres.
Mis tías, tíos y los primos adultos –que alegría, ¡qué emoción! No, no es emocionante, es una tragedia. ¡Pero es emocionante verlos otra vez! Pero, papá… ¡Pero el ajetreo de todo esto! Pero mañana por la mañana, el funeral…”.
Llegó la mañana. Yo, como buena adolescente, me negué a ir.
La quietud y el silencio invadieron la casa cuando todos se fueron. Fui hasta el jardín, y el tiempo pareció arrastrase hasta la shivá (los siete días de luto), algo muy distinto del abrazo cálido de la noche anterior. Mi padre era un hombre fuerte y determinado, activo en la conducción de la sinagoga y tenía su cuota de opositores. De repente, sin embargo, esas mismas personas lo alababan. Algo me impidió gritar: “¡hipócritas!” al salir de la habitación. Lo cierto es que no transité la shivá, sino que la padecí.
Comenzamos a adaptarnos.
Mi padre había sido doctor de familia, y mi madre su recepcionista. Éramos “la familia del doctor”; nuestra vida giraba en torno a la práctica de mi padre, y los pacientes con frecuencia llamaban a nuestro hogar en busca de consejos o para solicitar visitas a domicilio.
Yo era “la hija del doctor”. Esto me daba un estatus. Tenía un conocimiento y una experiencia que mis pares no tenían. En mis años de preescolar, me habían escuchado aconsejar a madres preocupadas: “No se preocupe; es solo varicela”. Hasta había trabajado de recepcionista cuando mi madre no podía. Ahora tendría que ser solo yo, y “solo yo” dejaba mucho que desear.
Había desaprobado el examen de selección de la secundaria que separaba a los “académicos” del resto. En nuestra familia de intelectuales, esto equivalía a un crimen atroz: pereza. Entonces, cabizbaja, ingería el insulso alimento para nosotros, los estudiantes de segunda clase, con una pimienta inusual cuando el profesor se animaba a interactuar con un alumno de mente inquisitiva. La información que yo ganaba no era valorada por el pensamiento intelectual de mi familia.
Mi madre iba a trabajar. Cuando papá estaba vivo: “mamá en el trabajo” significaba que ella estaba con papá. El consultorio era en sí mismo como un segundo hogar para nosotros. De niños, a menudo íbamos con mamá al consultorio de puericultura. En las vacaciones escolares, el consultorio era nuestra guardería. Ahora su trabajo estaba lleno de extraños que ocupaban su tiempo muchas horas al día.
Nos mudamos a un departamento en un quinto piso. Por primera vez en mi vida no tuve jardín, y me sentí desarraigada. Solía caminar por nuestro jardín y reflexionar acerca del mundo y sus antojos; no podía descubrir mis pensamientos más profundos en la vía pública.
Y luego cambió nuestra observancia religiosa. Habíamos sido una familia considerablemente ortodoxa: comíamos casher, respetábamos shabat y las fiestas, lo que significaba retirarnos antes de la escuela los viernes de invierno y quedarnos en casa en las fiestas. Poco después del shivá, sin embargo, nuestro estilo de vida religioso cesó. Mi madre no traía alimentos treif (no casher) a la casa, pero toda muestra del cumplimiento de shabat desapareció. Mi madre había aceptado las prácticas religiosas por el bien de mi padre. Ahora que él ya no estaba, ella no tenía que aparentar.
Estaba confundida. Mi hermano mayor, que solía cumplir detenidamente con shabat, abandonó la ortodoxia cuando, ya estudiante de medicina, alegó que no podía “encontrar el alma” en el cuerpo humano. Mi hermana mayor se había casado con un hombre no religioso. Mi otra hermana, mi hermano menor y yo quedamos en suspenso con la reciente pérdida de nuestro padre.
¿Qué podía hacer?
Antes de que falleciera, comencé a “probar los límites”. A veces lo llamaba por su nombre de pila. Dejé de ir a shil (la sinagoga) los sábados por la mañana. Mi padre no se enojó, pero expresaba una abrumante decepción.
Lo había decepcionado al reprobar mi examen y en mi observancia religiosa, y ahora no podía compensarlo. Sin embargo, él me había dado alguna orientación. Decidí que seguiría ese camino sin importar lo que el resto de la familia eligiera. Y lo hice, busqué las reglas y estatutos de mi religión en cada fuente que encontré (y traté de convertir a mi familia, lo cual no apreciaban).
En ese tiempo, todo lo veía como blanco o negro, bueno o malo. Sentía queestaba en lo correcto y que mi madre, con su judaísmo sin reglas, estaba errada. Amaba el judaísmo, pero lo perseguí con un entusiasmo tal vez demasiado rígido.
No entendía el “ídishkeit” de mi madre, como ella lo llamaba. Peleaba por una ortodoxia blanca o negra, y no había lugar en mi mente para los grises. Las reglas, la estructura, los límites… Eso era lo que creía correcto en un momento en que me sentía descarrilada y buscaba sobrevivir.
Tomó muchos años hasta que pude dejar que la alegría y la liviandad templaran mi versión rígida del judaísmo (muchos años, muchos niños, muchos errores). Ahora, por fin, puedo apreciar el ídishkeit de mi madre. Tal vez no cumplía todas las leyes del judaísmo, pero tenía una profunda fe en Di-s. Ella sabía que “alguien allá arriba” la estaba cuidando. Ella sabía que Di-s la amaba. Lo sabía y confiaba en eso.
Ella nos entretenía con historias e historias que mostraban cómo Di-s siempre cuidaba de ella: en Alemania justo después de la guerra, ella conducía de regreso a la base donde trabajaba como voluntaria, sola en su auto por la noche, cuando de repente se enfrentó a una multitud de alemanes hostiles. Condujo entre ellos con la certeza de que él la cuidaría. Cierta vez, a la noche, tarde, en las afueras de Londres, donde vivíamos, su auto se averió y una persona amistosa “por casualidad” apareció y la rescató. Ella notaba esos acontecimientos en su vida cotidiana y siempre se los atribuía a Di-s. Tuve que trabajar conmigo misma para notar la “ayuda celestial” que recibía y crear una conexión con el creador, pero ella vivía esa conexión naturalmente, con felicidad y amor.
Por lo tanto, mi padre me enseñó a cumplir con la Torá y las mitzvot de la mejor forma posible, y mi madre me enseñó a impregnar de alegría y fe mi servicio a Di-s. Ahora necesito tomar ambas lecciones y continuar encontrando mi camino.
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