Anne soñaba con trabajar en la industria de la moda. Sin embargo, se dio cuenta de que, aunque perdiera peso, jamás podría crecer los centímetros necesarios para conseguir su propósito. Su rostro, aunque llamativo y exótico, carecía de la simetría que define la belleza convencional.

Sam era un muchacho inteligente al que le gustaba explorar. Su anhelo era llevar las mejores calificaciones a su casa; sin embargo no solía irle bien en el ámbito de las clases tradicionales. A pesar de su enorme potencial, Sam dejó de confiar en sí mismo y se dio por vencido.

La sociedad está llena de casilleros que debemos llenar y cualidades que debemos tener para conseguir un ideal en particular. Existe la versión ideal de belleza, la versión ideal de éxito, la versión ideal del estudiante perfecto, la versión ideal del candidato indicado para un trabajo en particular.

Algunas veces sentimos que, para llevar adelante una vida judía completa, también debemos tener ciertas cualidades específicas. Para conseguir la grandeza, ¿no deberíamos ser personas “espirituales”, devotas del estudio, el rezo y la meditación? ¿No deberíamos ser generosos y preocuparnos por nuestra comunidad?

¿Qué ocurre con aquellos que no cumplen con estos requisitos? ¿Qué ocurre si alguien tiene una personalidad extravagante o una predisposición particular que no se ajusta a un criterio universal?

La parashá de esta semana, Toldot, comienza con la frase: “Estas son las generaciones de Itzjak, hijo de Abraham, Abraham era el padre de Itzjak”.

Rashi explica que la repetición nos enseña que la apariencia de Itzjak era exactamente igual a la de Abraham. Esto resulta interesante, ya que nuestros rasgos físicos y nuestras expresiones suelen reflejar nuestra personalidad y, en ese aspecto, Itzjak era diametralmente opuesto a su padre. Abraham era extrovertido, apasionado, benévolo y dedicó su vida a luchar por la justicia social. Itzjak, por otra parte, era introvertido, de alma bondadosa, y pasaba gran parte de su tiempo explorando su ser interior.

Los dos primeros patriarcas eran casi polos opuestos en cuanto a personalidad y aspiraciones de vida. Sin embargo, ambos estaban decididos, a pesar de sus diferencias, a dedicar sus cualidades al servicio del Creador. Ambos se convirtieron en grandes padres de nuestro pueblo, transmitiéndonos su carácter y sus ideales.

En contraposición, el Midrash describe la casa de huéspedes en la corrupta ciudad de Sdom. Las camas eran todas del mismo tamaño, y al huésped que fuera demasiado alto se le cortaban los pies, mientras que cualquiera que fuese demasiado bajo se lo estiraba mediante un método doloroso.

A pesar de que esto suena un tanto cruel, ¿no podemos decir que muchas comunidades en la actualidad se desempeñan de manera similar a nivel conceptual, estirando o acortando aquello que no se ajusta a las normas? ¿Acaso no alejamos y condenamos a la mediocridad también nosotros a aquellos que no encajan dentro de nuestros ideales conformistas?

La Torá pretende enseñarnos a nosotros, los hijos de los patriarcas, una lección esencial.

En el judaísmo, no existe un único camino que se adecue a todos. La diversidad es posible. Cada uno es capaz de realizar una contribución única e irrepetible.

Y cada uno de nosotros debe cultivar su unicidad como ser humano para crear nuestro propio camino para servir al Creador.