Cada año, Januca llega cuando más lo necesitamos. Cuando la oscuridad del mundo crece, la Menorá difunde su brillo hacia la gente hambrienta de luz.En 1938, todo el mundo se encontraba hundiéndose en una oscuridad que nunca antes se había conocido en la historia moderna. Si alguna vez hubo necesidad de luz para que guiara el camino, fue ese frío día de Diciembre a la noche, en Alemania, cuando el octavo y final día de Janucá estaba por comenzar.

La familia Geier estaba sentada en el compartimiento de segunda clase en el tren que se dirigía de Berlín hacia Holanda cuando vieron que el sol invernal se ocultaba detrás del horizonte. Había sido un viaje aterrador luego del “Kristallnajt” (Noche de los cristales rotos). Todavía les era difícil creer que habían podido conseguir una Visa Americana y que finalmente se encontraban yendo a donde tanto habían rezado: la libertad.

Juda y Regina Geier, junto con sus dos hijos, Arnold y Ruth, pasaron todo el viaje mirando por la ventana del tren, leyendo y tratando de comportarse como si el mundo todavía era un lugar normal.Pero al contrario de los demás pasajeros, la familia Geier se mantenía atenta ante los peligros que les esperaban al acercarse al límite Alemán-Holandés. Allí, los Nazis, policías Alemanes y oficiales de la Gestapo estarían presentes para una última revisación de los pasaportes y papeles de viaje.

Para Juda Geier sin embargo, había otra carga adicional que pesaba en su corazón. Como Judío Ortodoxo y Jazán, toda su vida había sido dedicada a continuar en los caminos de la Torá. Sin embargo, allí se encontraba, casi llegando la noche, cuando las llamas de la Menorá de Janucá tendrían que haber estado ardiendo para esparcir su luz, mientras que él se encontraba callado, sentado en su asiento solo con el severo brillo de una simple bombilla para iluminar el cielo gris. Rodeado de extraños, tenía miedo de recitar una bendición por miedo de llamar su atención. Regina Geier, que sentía la lucha interna de su marido, trató de asegurarle que Di-s, quien ve y nos conoce, seguro entiende la situación y, sin dudas, le dará muchos más Janucá para celebrar como corresponde.

Juda hizo un gesto de agradecimiento, pero no se lo veía conforme. En un lugar y tiempo de tal oscuridad espiritual, la luz de la Menorá parecería ser más importante que siempre, especialmente en ese octavo día de Janucá, la finalización de la Festividad, cuando todas las velas se encuentran encendidas simultáneamente para proclamar el milagro de la supervivencia judía. Bajo esas peligrosas circunstancias, ¿cómo podía ser posible que encendiera la Menorá? Pero por otro lado, ¿cómo podría no hacerlo? Ese pensamiento seguía dando vueltas en la cabeza de Juda mientras el tren continuaba avanzando. De pronto, el tren se detuvo para ser controlados por la policía y la Gestapo. Estaban todos sentados con temor. Cualquier respuesta errónea, o una palabra nerviosa podría significar la diferencia entre escapar y ser encarcelados.

De pronto, sucedió. Un milagro de Janucá sucedió en la frontera alemana justo en el tiempo preciso. De pronto, toda la estación de tren se sumió en una total oscuridad. Todas las luces se apagaron al mismo momento, dejando a los pasajeros y oficiales esperando en la oscuridad.

Sin esperar siquiera un segundo, Juda tomó su abrigo que se encontraba en la maleta. Puso su mano dentro de un bolsillo y sacó un pequeño paquete. Antes de que alguien pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, encendió un fósforo, prendió una vela y rápidamente calentó la parte de abajo de otras ocho velas. Luego las ubicó en una fila derecha sobre el borde de la ventana, y susurrando casi sin respiración, recitó las bendiciones de Janucá. Mientras su familia lo miraba con asombro, Juda encendió con cuidado cada vela, y ubicó la novena, el Shamash, en un costado. El brillo de la Menorá, iluminaba su cara radiante de felicidad y paz.

Mirando la inesperada luz en la ventana, la Gestapo y la policía vinieron corriendo. Sin embargo, Juda continuaba concentrando sus pensamientos en las velas de Janucá mientras su corazón latía más rápido y más fuerte que los pasos acelerados de ellos.

Cuando los oficiales irrumpieron a través de la puerta, Juda esperaba lo peor. Sin embargo, en vez de decir algo en contra del ritual Judío, los oficiales solo notaron la oportunidad que les brindaba. Gracias a la luz de las velas, los oficiales podrían controlar los pasaportes y papeles. Al finalizar el proceso y prontos para marchar, el oficial a cargo se acercó a Juda y le agradeció personalmente por haber previsto traer “velas de viaje”.

Mientras tanto, la familia Geier se encontraba sentada en silencio por más o menos media hora, sin poder sacar sus ojos de la ventana. Solo cuando las velas estaban comenzando a apagarse, las luces de la estación de a poco comenzaron a encenderse. Juda, aun asombrado de lo que había ocurrido, puso su brazo alrededor de su hijo de doce años. Con lagrimas en sus ojos se le acercó y le dijo: “Recuerda este momento. Como en los días de los Macabeos, un gran milagro ocurrió aquí”.

Así fue contado por Arnold Geier (Hijo de Juda) a Pesi Dinnarstein.