Los grandes líderes conocen sus propios límites. No tratan de hacer todo, sino que construyen equipos. Dan lugar a otros que son fuertes donde ellos son débiles. Entienden la importancia del balance, del control y de la separación de poderes. Se rodean de personas que son distintas a ellos. Entienden el peligro de la concentración del poder en un solo individuo. Conocer los límites propios, las cosas que no se pueden hacer –e incluso lo que no se puede ser–, puede resultar una experiencia dolorosa. A veces implica una crisis emocional.
La Torá contiene cuatro fascinantes historias de momentos como esos. Lo que las une no son las palabras, sino la música. Desde los comienzos de la historia judía, la Torá no sólo se leía, sino que se cantaba. De hecho, Moshé, al final de su vida, llamó canción1 a la Torá. En Israel y Babilonia se desarrollaron distintas tradiciones y a partir del siglo X, se comenzó a sistematizar el canto en las formas y en las notaciones musicales conocidas como taamei hamikra, signos de entonación, ideados por los masoretas tiberianos (los guardianes de los textos sagrados del judaísmo). Hay una nota muy llamativa, conocida como shalshelet (encadenamiento), que sólo aparece cuatro veces en la Torá y cada vez que se presenta es signo de crisis existencial. Tres de esas instancias están en Bereshit; la cuarta está en nuestra parashá. Como podremos ver, la cuarta está relacionada con el liderazgo. En un sentido amplio, también las otras tres lo están.
La primera ocurre en la historia de Lot, quien se había separado de su tío Abraham y se había instalado en Sdom. Allí se había asimilado a la población local, sus hijas se habían casado con hombres del pueblo local y él se sentaba en la puerta de la ciudad, símbolo de que se había convertido en juez. Entonces, dos visitantes llegan para decirle que se vaya: Di-s está por destruir la ciudad. Pero aun así, Lot duda. Y sobre la palabra “duda” —vaitmamá— hay una shalshelet.2 Lot está indeciso, conflictuado. Siente que los visitantes tienen razón, que la ciudad está por ser destruida. Pero ha invertido todo su futuro en esta identidad que durante tanto tiempo forjó para sus hijas y para él. Si los ángeles no lo hubieran llevado a un lugar seguro, él habría demorado su decisión hasta demasiado tarde.
La segunda se presenta cuando Abraham le pide a su sirviente –tradicionalmente identificado como Eliézer– que le encuentre una esposa a su hijo Itzjak. Los comentadores sugieren que sentía una profunda ambivalencia con respecto a esta misión: si Itzjak no se casaba ni tenía hijos, Eliézer o sus descendientes acabarían por recibir la herencia de Abraham; él ya lo había dicho antes del nacimiento de Itzjak: “Oh, Señor, Di-s, ¿qué me darás si permanezco sin hijos? El heredero de mi casa será Eliézer de Damasco”.3 Si Eliézer cumplía con su misión y conseguía una esposa para Itzjak, y esta pareja tenía hijos, entonces su oportunidad de algún día tener las riquezas de Abraham desaparecería por completo. En su interior se libraba una batalla entre dos instintos: la lealtad a Abraham y la ambición personal. La lealtad ganó, pero no sin antes padecer una enorme lucha interna. Por lo tanto, la shalshelet.4
La tercera historia se remonta a Egipto y a la vida de Iosef: vendido como esclavo por sus hermanos, trabaja en la casa de un eminente egipcio, Potifar. Un día, su amo se va y lo deja a solas con su esposa, entonces Iosef se da cuenta de que ella lo desea. Iosef es apuesto y ella desea dormir con él. Él se niega. Hacerlo, dice, sería una traición a su amo, el esposo de la mujer. Sería un pecado contra Di-s. Sobre “se negó” encontramos una shalshelet,5 lo que indica –como algunas fuentes rabínicas y comentarios medievales sostienen– que tomó esa decisión tras haber hecho un gran esfuerzo.6 Casi sucumbe; era más que el conflicto usual entre el pecado y la tentación. Era un conflicto de identidad. Hay que recordar que Iosef vivía en lo que él consideraba una tierra nueva y extraña. Sus hermanos lo habían rechazado y lo habían dejado en claro: no lo querían como parte de su familia. ¿Por qué no hacer en Egipto lo que hacían los egipcios? ¿Por qué no se cedía ante la esposa de su amo si eso era lo que ella quería? Sin embargo, para Iosef la pregunta no era sólo “¿esto es correcto?”, sino “¿soy egipcio o judío?”.
Los tres episodios tratan sobre el conflicto interno y sobre la identidad. Hay momentos en los que todos debemos decidir, no sólo responder “¿qué debería hacer?” sino “¿qué tipo de persona debería ser?”. Esto es particularmente trascendental en el caso del líder, lo que nos lleva al episodio cuatro, el de Moshé.
Luego del pecado del becerro de oro, Moshé les dio instrucciones a los israelitas –bajo las órdenes de Di-s– de construir el santuario que luego sería, en efecto, un hogar simbólico permanente para Di-s en medio el pueblo. El trabajo estaba completo y lo que faltaba era la introducción, por parte de Moshé, de su hermano Aarón y sus hijos en el oficio; para ello lo vistió a Aarón con las vestimentas especiales de sumo sacerdote, lo ungió con aceite y llevó adelante los sacrificios apropiados para lo ocasión. Sobre la palabra vaishjat, “y degolló [al carnero del sacrificio]”,7 hay una shalshelet. Por lo dicho, se sabe que esto significa que hubo una lucha interna en Moshé. ¿Pero qué era? No hay ni una señal en el texto que indique que estaba pasando por una crisis.
Sin embargo, tras una breve reflexión se aclara cuál era la agitación interior de Moshé. Hasta ahora, él había conducido al pueblo judío. Aarón, su hermano mayor, lo había asistido y acompañado en sus misiones ante el faraón, actuando como su vocero, su colaborador y su segundo al mando. Sin embargo, ahora Aarón estaba por emprender un nuevo rol de liderazgo, bajo su propio derecho. Ya no sería una sombra de Moshé, haría lo que el mismo Moshé no podría: presidiría las ofrendas diarias en el tabernáculo; mediaría en la avodá, el servicio sagrado de los israelitas a Di-s; en Iom Kipur, una vez al año, dirigiría el servicio de expiación de los pecados de su pueblo. Ya no sería la sombra de Moshé: Aarón estaba a punto de convertirse en el único tipo de líder que Moshé no estaba destinado a ser: un sumo sacerdote.
El Talmud agrega otra dimensión a este conmovedor momento. Ante la zarza ardiente, Moshé había resistido repetidas veces el llamado de Di-s para liderar a su pueblo. Finalmente, Di-s le dijo que Aarón iría con él y lo ayudaría a hablar.8 El Talmud dice que en ese momento Moshé perdió la posibilidad de ser sacerdote. “Originalmente, [dijo Di-s,] tenía la intención de que tú fueras sacerdote, y Aarón tu hermano fuese un levita. Ahora, él será el sacerdote y tú, el levita”.9
Esa es la lucha interior de Moshé, comunicada a través de la shalshelet. Está a punto de introducir a su hermano en un oficio que él nunca podrá realizar. Todo debería haber sido al revés, pero la vida no se vive en el mundo de lo que “debería haber sido”. Seguramente siente alegría por su hermano, pero no puede, a la vez, evitar tener un sentimiento de pérdida. Tal vez siente lo que luego descubrirá: a pesar de que Moshé era el profeta y liberador, Aarón tendría el privilegio negado a Moshé, es decir, ver a sus hijos y descendientes heredar ese rol. El hijo de un sacerdote es sacerdote; el hijo de un profeta, rara vez es profeta.
Las cuatro historias cuentan que hay un momento para cada uno en el que debemos tomar una decisión definitiva sobre quienes somos. Es un momento de verdad existencial. Lot es hebreo, no un ciudadano de Sdom. Eliézer es el sirviente de Abraham y no su heredero. Iosef es el hijo de Iaacob, no un egipcio con una moral endeble. Moshé es un profeta, no un sacerdote. Para decirle que sí a quien somos debemos tener el coraje de decir que no a quien no somos. Eso implica dolor y conflicto, y ese es el significado de la shalshelet. Sin embargo, al final terminamos estando menos conflictuados de lo que estábamos antes.
Esto se aplica en especial a los líderes, y es por eso que el caso de Moshé es tan importante en nuestra parashá. Había cosas a las que Moshé no estaba destinado: no se convertiría en sacerdote, dado que esa responsabilidad era para Aarón; no conduciría al pueblo a través del Iardén. Ese fue el rol de Iehoshua (Josué). Moshé tuvo que aceptar ambos hechos de buena gana para ser honesto consigo mismo. Y los grandes líderes deben ser honestos consigo mismos si quieren ser honestos con aquellos a quienes lideran.
Un líder nunca debería intentar ser todas las cosas para todos los hombres (y mujeres). Un líder debe estar satisfecho con ser quien es. Debe tener la fuerza para saber quién no es, si tiene el coraje de ser quien es.
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