La mayoría de la gente me considera un tipo amigable, poco rencoroso, que busca llevarse bien con todo el mundo. Suelo repartir sonrisas, apretones de mano e incluso abrazos cálidos y sinceros.

Pero hay un tipo para el que no tengo simpatía, ni palabras amables, ni abrazos, ni siquiera un apretón de manos. La verdad, no es un secreto: miles de veces he respondido a sus saludos con un “piérdete” franco y directo, o lo he ignorado por completo, como si no existiera.

Es cierto, es desagradable. Pero si pienso en el daño que este tipo me ha hecho a mí y a mi familia durante tantos años –destruir de forma deliberada y maliciosa todo lo que yo había construido, traicionarme, ridiculizarme, mentir y engañarme–, siento que mi actitud está justificada.

Tampoco estoy listo para perdonar. Mientras él no cambie su actitud –y eso parece bastante poco probable– hacerlo significaría ponerme en grave riesgo.

En cambio, he buscado durante años maneras de vengarme, de herirlo tanto como él me ha herido a mí.

Hace poco encontré la forma, algo que lo hace estremecerse de sufrimiento y agonía, hundirse en dolor y angustia. Y sólo ver eso –a ver, no me enorgullece pero es la verdad– me deleita. Y es muy simple.

Todo lo que tengo que hacer es mirarlo fijo a los ojos y sonreír. Sí, sonreír, mostrarme contento, incluso si por dentro no me siento así. Incluso si aún estoy en la agonía, en proceso de recuperación luego de sus últimas burlas y maltratos. Incluso en esos momentos en los que lo último que quiero es sonreír. Si los actores de Hollywood pueden hacerlo, yo también.

Y vale la pena. Se hace mucho más fácil cuando veo cuánto puede molestar a mi némesis esa sonrisa, cuánto lo debilita, cómo le revuelve el estómago verme feliz, tranquilo y en paz.

Todo esto tiene sentido. Después de todo, ¿qué lo motiva a hacerme todo lo que me ha hecho? Nada más que el placer retorcido que le genera verme mal. Mal, en su poder, sufriendo a causa de sus confabulaciones. Cuando estoy mal, me convierto en un blanco aún más fácil de sus ardides. Puede atraparme, culparme, hacerme sentir un trozo de basura y hacerme todas las idioteces que quiera.

Entonces cuando me ve sonreír, disfrutar de la vida y celebrarla, eso sí que le duele de verdad. Lo puedo ver en sus ojos, como si yo fuera una de esas avispas japonesas mutantes que lanzan ácido a los ojos de sus víctimas. Aturdido y en estado de shock, corre a esconderse en la suciedad de su guarida. Y, ¿sabes qué?, empiezo a escuchar menos acerca de él.

Les cuento esto porque este personaje todavía anda suelto. Es un peligro para todos nosotros. Aléjate de él, mantenlo lejos de tus hijos, en especial de los adolescentes. No debería ser admitido en lugares de culto ni en eventos comunitarios. Es más, revelaré su identidad, para proteger a la comunidad. Tiene varios nombres. A veces, es Ietzer Hará, a veces Enorme Cosa Oscura, o Depresión, o Tristeza; o Ineptitud o Adicción; o Bichos u Hormonas.

Cualquiera sea el nombre que tome, si se mete en tu vida, no importa la excusa tonta que te dé –y, créeme, es el maestro de las excusas tontas– hay que saber que sólo está ahí por una razón: para sujetar las alas de tu alma, destrozar de forma brutal cualquier motivación para seguir adelante, estrangular los restos de inspiración que te queden y estrellar tus agallas contra el pavimento, para dejar que te pudras entre las lombrices y parásitos de la autocompasión y la desesperanza.

Simplemente, haz como yo: responde con una sonrisa. Siente el sabor dulce de la venganza definitiva.

¿Solucionará esto todos tus problemas? No. Aún hay trabajo que hacer: cambiar, elevarte a otro nivel. Pero es muchísimo más fácil escalar esas montañas sin un pesado de 200 kilos colgando de tu cuello. En principio, puedes volver a respirar tranquilo.

Por supuesto, él seguro vuelva y te grite: “¡Idiota! ¡¿Por qué sonríes?! ¿No te das cuenta de lo estúpido que te ves con esa tonta sonrisa? ¿No te das cuenta de lo mucho que te he arruinado?”.

Pero entonces hay que responderle: “Soy judío y no estoy contigo. Respondo a al de arriba, con amor y alegría. Él controla todo el ancho mundo, y aunque eso no rime con nada, sonreiré todo lo que me dé la gana. Lo siento, tú pierdes”.