Hace unos dos mil años, había un gentil que planteó su interés en convertirse al judaísmo a condición de que le enseñaran toda la Torá en el tiempo que él pudiera mantenerse parado sobre un solo pie.

Primero fue a visitar a uno de los sabios destacados de su época, Shamai, y le planteó el desafío. Ofuscado, Shamai lo echó de la casa de estudio.

No conforme con eso, el gentil insistía y fue a molestar al otro sabio destacado de la época, Hillel, quien tomó la propuesta al pie de la letra y le retrucó: “No hagas al prójimo lo que no quieres que te hagan a ti. Esto es toda la Torá. El resto es comentario. Ve y estudia el comentario”.1

El comentarista talmúdico conocido como el Maharshá,2 explica que la respuesta de Hillel está basada en el versículo de Kedoshim “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.3

Entre los seiscientos trece preceptos bíblicos encontramos dos tipos de obligaciones: por un lado, las que son para con D-os, como la obligación de respetar Shabat o la prohibición de comer comida no kósher; por el otro, las obligaciones para con el prójimo, como no robar o no asesinar. Se puede entender que el precepto “amarás a tu prójimo como a ti mismo” sea la base de todas las obligaciones para con el prójimo, pero ¿qué tiene que ver “amar al prójimo” con la obligaciones para con D-os? ¿Por qué dijo Hillel que ese precepto era la esencia de toda la Torá y el resto era meramente comentario?

A menudo escucho esta afirmación: “soy una buena persona aunque no sea religioso, y conozco religiosos que no son buena gente”. O sea, parece no haber una interdependencia entre estar bien con D-os y estar bien con el prójimo. ¿Cómo se entiende entonces el planteo de Hillel?

Para abordar este tema también hay que formularse esta pregunta: ¿acaso es realmente posible amar al prójimo como a uno mismo? Después de todo, somos dos seres independientes y no hay un amor tan grande como el amor propio.

Alma y cuerpo

En su libro fundacional de la filosofía de Jabad, el Tania,4 Rabí Schneur Zalman explica el tema así:

Todos estamos compuestos de alma y cuerpo. El cuerpo nos separa de los demás y el alma nos une. El cuerpo busca lo que quiere y necesita, en tanto el alma busca cumplir con la razón por la cual fue creada. Si uno prioriza el cuerpo, sus necesidades y deseos, no puede amar al prójimo como a sí mismo, ya que en el plano terrenal el prójimo compite con uno mismo. En cambio, si uno prioriza su alma, su razón de ser y su misión de vida, ve en el prójimo una extensión de sí mismo, ya que todos somos partes del mismo “organismo” espiritual, cada uno cumpliendo su función complementariamente a los demás integrantes del pueblo.

¿Cómo se llega a un nivel semejante de sensibilidad espiritual? A través del cumplimiento de los preceptos; es esto lo que nos sensibiliza hacia la dimensión espiritual de la realidad.

Veamos un ejemplo. Como mencionamos anteriormente en otro contexto, cuando uno entra al supermercado a comprar algo para comer, indefectiblemente se fija en tres cosas: que sea sano, rico y económico. Cuando el judío entra al supermercado a comprar comida, se fija, además de las mencionadas consideraciones, en que la comida sea también kósher. Aunque la condición de kósher es una condición espiritual e intangible, para el que respeta las normas de kósher, es tan tangible como las otras condiciones. Si algo no es kósher, es tan incomible como si fuera hecho de plástico.

Lo mismo sucede con los demás preceptos. Cada precepto bíblico nos entrena para sensibilizarnos en un área específica de la experiencia humana. La prueba más importante que verifica si uno se ha “entrenado” adecuadamente es el modo en que se relaciona con el prójimo. Si ha llegado a sensibilizarse adecuadamente, verá en este un alma que es una extensión de la suya; amará al prójimo como a sí mismo porque verá en el prójimo una extensión de sí mismo y un “colega” que está para lograr el mismo objetivo que uno.

Cuando fallamos en el cumplimiento del precepto del amor al prójimo, fallamos no solo en el cumplimiento de ese precepto particular sino en el de todos los demás porque es la esencia de toda la Torá; el resto es meramente “comentario”.

Del dicho al hecho hay un gran trecho. Si bien es fácil de entender conceptualmente cómo llegar a amar al prójimo como a uno mismo, para la mayoría de nosotros lleva mucho trabajo lograrlo en la práctica. Por eso Hillel sugirió empezar por no hacer al prójimo lo que a uno no le gusta que le hagan.

Dos ‘iud’

Recuerdo la historia de un niño al que le enseñaban en el Jéider en Polonia a leer hebreo. Entre otras reglas el maestro le había explicado que, cuando aparecen dos letras iud (יי) juntas, se pronuncia el nombre de D-os.

El maestro le dio al niño una página para leer en voz alta; al final de cada versículo, el niño pronunciaba el nombre de D-os.

—¿Por qué pronuncias el nombre de D-os al finalizar cada oración? —preguntó el maestro.

—¿No me dijo que cuando hay dos letras ‘iud’ juntas se pronuncia el nombre de D-os? ¡Al final de cada versículo hay dos ‘iud’ (:)!

El maestro sonrió y le aclaró al alumno: cuando hay dos ‘iud’, uno al lado del otro, se forma el nombre de D-os; cuando hay dos ‘iud’ uno arriba del otro, se trata del final de un versículo.

Para entender el cuento hace falta saber algo de ídish con acento polaco. El nombre de la letra en cuestión (‘iud’) se pronuncia id en ídish polaco. Id también quiere decir ‘judío’. La enseñanza del maestro en cuanto a la lectura de las letras también se puede entender como una regla referente a la relación entre dos judíos: cuando uno está a lado del otro, cuando se miran como pares, producen una energía Divina. Cuando uno se considera superior al otro, esto implica “el final del versículo”.

El mundo sería muy diferente si todos buscáramos lo que hay de positivo en el prójimo y lo que nos une, en lugar de lo que hay de negativo y lo que nos separa. Hay quienes pensarán que esta utopía ocurrirá recién cuando venga el Mashíaj. ¿No será que en realidad es todo lo contrario, y que semejante conducta acelerará su llegada?

Vale la pena intentarlo.