Iom Kipur, 5775. La sinagoga principal de Jabad mundial en el barrio de Crown Heights de Brooklyn, N.Y, rebalsaba de gente. Comenzaba el clímax del día (el rezo final de Neilá), y la atmósfera en la sinagoga del Rebe se tornaba cada vez más intensa.

Me encontré solo, en la gran plataforma de lectura de la Torá en el centro de la sinagoga, cubierto por completo con mi talit, tratando con todas mis fuerzas de pasar inadvertido. Alrededor, miles de personas se apretujaban como sardinas. Veía como todos y cada uno de los individuos trataban de usar los últimos momentos de este, el más sagrado de los días, para rezos francos e introspectivos, para entregar sus corazones a su Padre en el Cielo.

Esas palabras habían adquirido sentido recién este año para mí. Leía y lloraba. Trataba de limpiarme las lágrimas, pero no podía hacer nada para detener el poderoso llanto que retorcía todo mi cuerpo. Estar ahí de pie ante un mar de gente que gritaba aquellos rezos me hacía disolverme en un mar de lágrimas y emoción.

* * *

Han pasado cinco meses desde el oscuro día en el que me dijeron que tenía cáncer. Durante estos meses, me sometí a tratamientos invasivos que cambiaron mi vida para siempre. Al principio, la cuestión era el miedo a lo desconocido, el temor por lo que me esperaba. Luego, fue la quimioterapia lo que me dejó destrozado: era una cáscara de lo que había sido.

Tres meses de tratamientos intensos con incontables efectos secundarios: dolor, sufrimiento, desolación, depresión. También cambió mi apariencia física. El cabello comenzó a caerse de mi cabeza, así como la barba que me había dejado crecer desde la adolescencia. Mi cara se volvió pálida, y mis cejas y pestañas desaparecieron. Al final, terminé sin nada de cabello.

Desde el principio supe que la única forma de salir adelante era ser positivo y mantener mi fe, seguir el proverbio jasídico: “Piensa bien y todo estará bien”. Y seguí hasta el final con la mejor de mis habilidades. Me aseguré de rezar con la mayor regularidad posible, de hablar con mis amigos y de sonreír con frecuencia. Incluso si los extraños desviaban la mirada, incluso cuando mis amigos pasaban a mi lado sin reconocerme, me aseguraba de seguir positivo.

Por suerte, estaba rodeado de familiares cariñosos y amigos leales. Hacían todo lo que podían (y más) para apoyarme, darme fuerzas y ayudarme a mantener mi camino. Mi esposa, Devorah Leah, y mis tres pequeños hijos fueron la luz al final del túnel que me mantuvo enfocado y positivo en los momentos más oscuros.

Un par de días antes de Rosh Hashaná, recibí las mejores noticias: el tratamiento había funcionado y yo estaba curado por completo. Sonreí de oreja a oreja, como no había sonreído en muchos meses.

Llegó Iom Kipur, y mi cuerpo aún luchaba contra las enormes dosis de toxinas que habían destruido el cáncer. Me asustaba lo que 25 horas sin agua ni comida podían llegar a causarme. Ya me habían internado una vez por deshidratación, y no quería repetir la experiencia.

Pero, ¿no ayunar en Iom Kipur? Impensable.

Luego de hablar con varios rabinos, se volvió evidente que lo más importante en Iom Kipur era no comer ni tomar, incluso si eso me impidiera asistir a la sinagoga. Me aconsejaron quedarme en casa y descansar todo lo que me fuera posible durante el ayuno.

No estaba entusiasmado con esa perspectiva. Por un lado, quería rezar con todos los demás (para absorber la atmósfera tan particular que invade la sinagoga). Después de todo lo que había atravesado, sentía que necesitaba un golpe de inspiración extra. Por otro lado, también me daba cuenta de que tenía que cuidar mi cuerpo.

Al final, decidí quedarme en casa y sacar el mayor provecho posible de mi situación. De ninguna forma podía arriesgarme a padecer las multitudes apretujadas que se abarrotaban en el templo durante las festividades.

A medida que transcurría el día sagrado, mi corazón se volvía más y más pesado. Anhelaba estar con todos los demás, rezar, cantar para sentir la espiritualidad tan tangible que parece posible tocarla con las manos.

De repente se abrió la puerta de mi hogar, y ahí estaba mi querido hermano Shmuel.

Como sabía cómo me sentía, había decidido preguntar a los directivos de la sinagoga si podían dame un permiso especial. Luego del rezo de Musaf, durante la pequeña pausa, preguntó si podían permitirme estar en la plataforma de lectura de la Torá en el centro de la sinagoga para asistir a la última parte del servicio del día, y les explicó que era la única forma en la que podría ir.

Con la seguridad de que harían una excepción, mi hermano corrió a mi casa a compartirme las noticias. ¡Estaba tan feliz! También tenía miedo, pero comprendí que era una oportunidad única la que se me había presentado. Y decidí tomarla.

Y entonces me encontré elevado sobre miles de mis pares en la sinagoga que es el corazón y el alma del movimiento Jabad Lubavitch. No tenía el aspecto de un jasid típico. Recién me estaba volviendo a crecer la barba, y sabía que la gente me miraría boquiabierta, por lo que decidí cubrirme la cabeza con mi talit y crearme un lugar seguro para estar a solas con mi Creador.

Y ahí estaba yo, llorando entre los pliegues de lana de mi talit, vencido por las experiencias de los últimos meses. Mientras los recuerdos fluían con libertad, se mezclaron con el remolino de plegarias que me rodeaban. La melodía inolvidable de AvinuMalkeinu (“Nuestro Padre, nuestro Rey”), cantada por toda la congregación, tenía fuerza suficiente como para sacudir los edificios más fuertes, y yo no estaba ni cerca de ser fuerte en ese momento.

Media hora después de que finalizara el ayuno, estaba en casa, contento y agradecido a Di-s por haberme dado la fuerza para completar el ayuno y para rezar entre mis compañeros jasidim.

* * *

Unos días después, entré a mi oficina y me encontré con mi amigo y compañero de trabajo, Velvel. Mientras se acercaba, me dijo: “Bentzi, tengo que decirte algo”.

“Cuando se acercaba el fin de las plegarias de Iom Kipur”, comezó, “sentí un pequeño golpe en el hombro. Me di vuelta y me encontré cara a cara con un conocido. Me señalaba la plataforma de lectura en la que tú estabas y murmuró: ‘Mira adónde han llegado las cosas. Ahí está él, en la misma plataforma en la que el Rebe estaba de pie en Iom Kipur, presumiendo sin vergüenza su cara afeitada. Te puedo asegurar que no es sólo un visitante. Parece haber crecido aquí, y debería ser más sensato’”.

“Estaba anonadado”, continuó mi amigo. “Sabía por todo lo que habías pasado, y no podía creer que alguien te juzgara con tanta crueldad. Al final, me las ingenié para contestar: ‘Deberías saber que quien está en la plataforma es amigo mío, y espero que nunca tengas que pasar por todo lo que él pasó este año’. Él seguía sin comprender, y entonces le conté que habías terminado la quimioterapia hacía menos de un mes y que tu barba recién incipiente es el comienzo de lo que tú deseas que sea pronto la enorme barba que has llevado durante toda tu vida adulta”.

“Me volví hacia él y le dije: ‘Acabas de aprender la mejor lección que podrías haber aprendido este Iom Kipur. Nunca juzgues a nadie. No sabes lo que pasa en la vida de otra persona’”.

Me tomó un par de minutos recuperarme de la magnitud de lo que me había dicho. Cuando finalmente logré incorporarme, supe que mi propósito de Año Nuevo sería el mismo: nunca juzgar a nadie.