Cualquier persona que diga que a los judíos les gusta estar en desacuerdo entre sí debe ser alguien que no va a funerales. No creo que yo haya estado en uno donde el rabino oficiante no haya dicho: Ve jaiai itein el libo, “y el vivo lo llevará al corazón”. Por lo menos en esto, estamos de acuerdo: la muerte tiene el propósito de enseñarnos sobre la vida. O, en otras palabras, presta atención a cómo terminarás inevitablemente y no cometerás tantos errores.

Aprendí esta lección de la manera difícil cuando tenía sólo 7 años. No estoy seguro de qué estábamos haciendo mi hermana Stephanie y yo aquella noche de febrero de 1963 cuando nuestro abuelo materno nos llamó por teléfono. Sólo recuerdo que estábamos ocupados. Queríamos mucho a Max (así quería que nos refiriéramos a él), pero nos llamaba muchísimo. Esa noche le dijimos a nuestra madre que no queríamos hablar con él.

Lo que más recuerdo del día siguiente es el enrojecimiento en los ojos de mi padre cuando me explicaba que habían llevado a Max al hospital. “Entonces, ¿no va a mejorar?”, pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Cuando mi padre me dijo que Max había fallecido, quise desaparecer del planeta.

Mi instinto de conservación de 7 años de edad hizo caso omiso de ese deseo y en su lugar hizo una nota mental que quedaría grabada a fuego en mi conciencia: nunca se sabe.

Pueden estar seguros de que durante los siguientes 10 años, hasta que mi abuela falleció, interrumpí las tareas escolares más difíciles y la conversaciones telefónicas más emocionantes para darle un beso de despedida antes de que se fuera de nuestra casa.

Como ninguno de sus padres había alcanzado los 70 años, mi madre estaba convencida de que estaba destinada a lo mismo. “Con mis genes…”, suspiraba cada vez que se tocaba el tema de la longevidad, lo que disparaba en mí la respuesta "nunca se sabe" para ser agradable con ella. Finalmente dejó de decirlo –vivió hasta los 88–, pero, el nunca se sabe ha sido parte de mi conciencia durante tanto tiempo que no puedo imaginar pensar en la vida de ninguna otra manera.

Dejando de lado el olorcillo siniestro, el nunca se sabe me ha servido mucho todos estos años. Sólo puede ser bueno decir mucho “Te amo” y tender a no guardar rencor. Y si tengo un trabajo que hacer, lo hago en seguida. Y ahora que escribo sobre mi viaje espiritual, veo cada publicación de mi blog como la que podría traer al mashíaj, cuya llegada cambiará todo en la vida, incluso la muerte y todo lo que nunca se sabe de ella.

Pero pase lo que pase, quiero compartir todo más temprano que tarde, porque hasta que venga, pues, nunca se sabe.