Él era un escéptico. Sin duda vivía puntillosamente de acuerdo con los mandamientos y se aseguraba de estudiar la Torá con regularidad, pero los relatos sobre rabinos que hacían milagros le eran ajenos. Aun cuando algunos de sus propios familiares viajaban a ver al Baal Shem Tov para recibir sus bendiciones él se quedaba, frío e incrédulo.

Las cosas hubieran seguido así para siempre de no ser por su hija. La niña, dulce y querida, la luz de sus ojos y alegría en su vejez, fue afectada por una parálisis. El sanador del pueblo intentó con todos los remedios, el médico de la gran ciudad recetó una dieta de alimentos sanos, pero la pobre niña seguía sin poder moverse.

Pasaba el tiempo y la situación de la niña no mejoraba. “¿Por qué no viajas a ver al Baal Shem Tov?”, le preguntaban sus amigos. “No tienes nada que perder y todo por ganar”.

Finalmente cedió.

Un soleado día de verano tomó un pequeño saco de dinero y, con cuidado, subió a su hija a la carreta y partieron.

Cuando llegaron, el padre dejó a su hija en el carro y entró directamente al estudio del rabino.

“Rebe”, le dijo abruptamente mientras presentaba el regalo. “Dicen que usted puede curar a la gente. Tome, aquí tiene esto. Haga que mi hija vuelva a estar sana. Está fuera en la carreta”.

“Vaya en paz. No necesito su dinero”, dijo el Baal Shem Tov bruscamente. Tomó la ofrenda que el hombre le hacía y la arrojó por la ventana.

Al caer en el patio, la bolsa se abrió de golpe y las monedas se desparramaron por todas partes. Desde el pescante de la carreta, la niña vio el dinero volando. Por instinto, saltó a recoger las monedas dentro de su falda.

Cuando el padre salió y vio lo que había sucedido, le dijo a su hija: “Rápido, sube a la carreta. Vayámonos de aquí antes de que este se atribuya haberte curado!”.

Fuente: Shemuot Vesipurim, vol. 1, p. 20