Vivo en Los Ángeles donde la riqueza, la fama, la juventud y la belleza se valoran por encima de todo. Los paparazzi fotografían a los ricos y famosos haciendo compras en Rodeo Drive, se venden excursiones por donde viven las estrellas a turistas ansiosos que miran boquiabiertos casas de 20 millones de dólares, y los consultorios de los cirujanos plásticos están llenas de hombres y mujeres que buscan retener su buen aspecto.
Si pienso racionalmente, sé que muchas estrellas son gente de bien y simplemente se toparon con la fama porque son buenos en su oficio. Ser rico no es malo, especialmente si el dinero se usa para sostener a la familia y contribuir a la sociedad. Todos quieren sentirse bien consigo mismos por lo que tratan de mantener y mejorar su aspecto físico.
Sin embargo, si uno no hace algo para anclarse firmemente en la realidad, puede obsesionarse con las cosas materiales de la vida. Si no se tiene una verdad última, los valores pueden fluctuar según los puntos de vista de la sociedad y los de los demás.
En la cultura de L. A. –y diría que en la cultura estadounidense en general– tener dinero, obtener fama y parecer joven y hermoso es la prioridad más alta. Piensas que si sólo tuvieras todas esas cosas tu vida no tendría defectos y serías feliz. Sin embargo al soñar con esto, en realidad te estás haciendo daño. Para muchos esto es simplemente inalcanzable e irreal.
Antes de convertirme al judaísmo era atea. No tenía valores concretos y con frecuencia me entregaba a los celos. Solía mirar a mis pares con padres ricos y envidiarlos. ¿Cómo podía ser que no tuvieran que pagar sus estudios universitarios y trabajar como yo? ¿Por qué tenían un auto tan lindo? ¿Cómo habían llegado a tener una casa tan grande? Yo quería una casa grande.
Estaba obsesionada con estas cosas. Pensaba que si me concentraba en el trabajo y nada más, podría llegar a donde estaban ellos. Podría ser rica. Podría ser famosa. Podría vivir en una casa estupenda y no tener preocupaciones.
Después de graduarme de la universidad traté de tener un trabajo en la televisión. Pagaba bien, tenía un título genial con el que podía alardear y las oficinas estaban en el centro de Manhattan. Desde afuera parecía que estaba disfrutando la buena vida.
Pero detrás de todo ese glamour estaba deprimida. Me sentía importante cuando les contaba a mis amigos y a mi familia que trabajaba en la ciudad de Nueva York, en la televisión, pero no estaba satisfecha. La mayoría de los días me forzaba a levantarme de la cama y entrar a un metro atestado, para después estar frente a la computadora durante ocho horas haciendo casi nada. Mi único refugio era la antesala del baño, donde podía escapar de mis compañeros de trabajo y de la máquina de golosinas llenas de azúcar que me distraían de la tristeza.
Si pudiera soportar este trabajo, pensaba, podría ascender y ser productora asociada, después ejecutiva, y quizás algún día hasta ser dueña de una cadena de televisión. Pero no estaba dispuesta a hacer lo necesario para lograr mis sueños de estar en televisión y ganar un montón de dinero. Era una linda meta, pero no así el esfuerzo para alcanzarla. ¿Y quién sabe? Quizás aun cuando cumpliera mis sueños, tampoco sería feliz. ¿Quién podría saberlo?
Al mismo tiempo que trabajaba en ese puesto me estaba convirtiendo al judaísmo y adoptando sus preceptos. Estaba dando un significado real a mi vida, y también adquiriendo valores y un camino que seguir.
En lugar de salir a beber algo con mis colegas los viernes a la noche, empecé a ir a la cena de shabat en casa de la familia de mi novio. Era como salir al cálido sol después de haber estado en un océano helado. Mi alma se entibiaba bajo la luz de Di-s.
Mientras aprendía la Torá y adoptaba más mitzvot, cambié mi modo de ver las cosas aún más. Cuando decidí dejar de revisar mi teléfono celular en shabat, lo hice porque me di cuenta de que era más importante hacer una pausa del trabajo que leer mi correo. Ningún mensaje sería tan importante como para que tuviera que interrumpir el shabat –y mi tranquilidad– para verlo.
Me di cuenta de que no podía sólo trabajar para hacer dinero. Aprendí que ahorrar y tener dinero es importante, pero también lo es dar a los demás. Si veo a una persona sin hogar mendigando en un semáforo, suelo tratar de bajar la ventanilla y darle algo de cambio. Claro, cada centavo cuenta, y si no lo ahorro todo, nunca podré estar libre de deudas. Pero creo que es mejor compartir la riqueza y distribuirla, aunque sea en la forma más pequeña posible.
En cuanto a mi aspecto, solía desear ser tan delgada como una modelo y lucir siempre las mejores joyas, ropa y maquillaje. Aquí en L. A. conocí a mucha gente hermosa, incluso modelos y actores famosos. En general no son la gente que más recuerdo. Pueden lucir muy bien, pero no me impresionan. La gente que ahora considero hermosa son los hombres y mujeres amables y acogedores, dedicados a sus familias y a sus valores. Esas son las personas que quiero imitar.
La gente siempre dice que no puedes llevarte el dinero contigo cuando mueres. Bueno, tampoco puedes llevarte la belleza ni la fama. Todo lo que puedes llevar son las buenas acciones. Es triste descubrir cuando estás por morir que has puesto en un pedestal lo que no debías. Lo que más me importa ahora es tener y dar amor, ser amable con los demás, cumplir mi propósito a través de lo que escribo, hacer del mundo algo mejor observando mitzvot y siendo solidaria, pasando tiempo con mis seres queridos y asegurándome de que tengo una relación estrecha con Di-s.
No soy perfecta, pero sé qué está bien, qué está mal y qué tengo que hacer para cumplir mis objetivos. Y ya no me engaño pensando que las cosas materiales me van a hacer feliz. Son lindas, pero no lo son todo.
Al dar prioridad a mis valores, descubrí que realmente puedo ser feliz.
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