Pasa el tiempo y yo ni siquiera pienso en agradecer, ni siquiera recuerdo o pienso en el enorme regalo que recibimos hace tres años. En ese momento, en medio del ajetreo (cuando sentía la presencia de Di-s y estaba tan agradecida) mi intención era que aquello llenara mi vida. Y sin embargo, la vida cotidiana toma su lugar, se apropia de la superficie, otros detalles comienzan a tomar papeles protagónicos y uno da las cosas por sentadas. Pero ahora mismo, el día del aniversario de la cirugía de mi hija, pongo de lado todo eso y voy un poco más profundo a buscar mi gratitud, a partir de la cual aún hoy aspiro a vivir.

Rebobinemos. A mi hija de dos años y medio le programan una cirugía a corazón abierto, y en mi corazón y mi mente se ponen muchas cosas en juego. Aunque estamos de acuerdo con la decisión de seguir adelante con el procedimiento y ella está en manos del mejor cirujano del mundo para un procedimiento que se supone que es bastante sencillo, siempre puede haber un mal movimiento y siempre hay factores imprevistos: ¿cómo va a reaccionar a la cirugía y a todo lo que acarrea? Tenemos miedo. Miedo de lo que no podemos controlar y miedo de las cosas sobre las que tenemos cierto control, como que no coma la mañana de la cirugía (es necesario estar en ayunas). La fruta es para ella el elixir de la vida, su café, y no se me ocurre cómo hará para saltearse esa rutina. Sin embargo, logramos hacerlo.

Y luego nos dirigimos al hospital. Es verano en Boston y es temprano en la mañana: mi momento favorito del día, cuando el aire está despejado y huele a vitalidad y a posibilidad. Llegamos y nos detenemos en el estanque de peces del hospital para que ella se maraville con los colores y las formas. Durante los próximos días nosotros también vamos a vivir en una especie de estanque: una burbuja de tiempo y espacio.

Subimos y esperamos. Yo había tenido una mala experiencia con la anestesia de niña, con la pérdida de control que conlleva, y espero que para ella sea más fácil. Estamos muy presentes, más que siempre, absorbemos los últimos segundos que nos quedan juntos antes de que se la lleven. Ella está elocuente e inquiera, como siempre, mientras convierte la cabecera de la cama del hospital en su tobogán. “¿Podrá volver a hacer esto de nuevo? ¿Conservará su carácter y su curiosidad y su inocencia? ¿De verdad están a punto de llevársela para abrirle el pecho en dos? ¿Esto está sucediendo?”.

Y entonces, ella está en sus manos. Está en las manos de Di-s, como siempre, pero ahora lo sentimos de verdad y con intensidad. En la sala de espera, miro por los ventanales al mundo, donde comienza otro día “normal”. Pero aquí dentro, cosas bien diferentes les esperan a personas también diferentes. En este lugar, aguantarse la respiración es una actividad colectiva, las personas se privan de pensar en perspectiva, no se distraen con las mentiras- en las que tantas veces elegimos creer.

Antes de darnos cuenta, miramos a los ojos amables del cirujano, que viene a decirnos cómo resultó. Gracias a Di-s, todo salió bien. Estamos del otro lado.

El otro lado es un viaje en sí mismo, desde mirar cómo se vuelve azul cuando le quitan el respirador más tarde ese mismo día, estar al tanto de sus dosis de medicamentos y de sus constantes vitales, hasta quedarse ahí con ella y jugar en la mágica sala de juegos del hospital. Tenemos la bendición de contar con enfermeras tan profesionales como humanas y de pasar por la experiencia de la forma más delicada posible. Gracias a Di-s, en unos días podremos tomarnos un taxi de vuelta a casa.

Adelantemos tres años. Es el aniversario, y vamos camino a la playa a celebrar, lo que me parece una actividad que celebra la vida misma. Pero incluso ese mismo día descubro que me frustra lo largo que es el viaje y otras tantas pequeñeces, y me doy cuenta de que estoy agobiada por la responsabilidad del bienestar de mi hija, como si estuviera en mis manos (como si alguna vez lo hubiera estado). Soy impaciente. No estoy presente. Soy consciente de que soy impaciente y no estoy presente. Me juzgo.

Pero más tarde en el día, mientras está sentada en mi falda en el tren y miramos juntos el paisaje, le digo con sentimiento y convicción lo mucho que la quiero. Y beso su cabeza y la abrazo fuerte, y dejó que las lágrimas caigan en silencio y firmes por mis mejillas. Lágrimas de agradecimiento, lágrimas de amor, lágrimas de terror, lágrimas de miedo de no ser una madre lo suficientemente buena y lágrimas por no agradecer todo eso que había decidido agradecer.

Ay, el desafío de la vida. Vivimos situaciones que damos por sentadas en lugar de permitirles llenar nuestras vidas de perspectiva y significado. Por ejemplo, todas las veces que no atropellé a nadie mientras manejaba sin tener cuidado. Ni siquiera pienso en esto, ni mucho menos lo tengo presente ni agradezco en voz baja una y otra vez, en especial cuando me encuentro preocupada por cosas que en verdad no importan.

Lamento las oportunidades que perdí de vivir en gratitud constante desde la cirugía, pero ahora es cuando tengo poder. Cuando descubro que siento pena por mí misma o me siento abrumada, lo que es inevitable. Trato de pensar en la cirugía y elijo aceptar y absorber los valiosos regalos que nos trajo. Voy a agradecer en voz baja una y otra vez, y agradecer de nuevo por la vida de mi hija y por la vida en su totalidad.

Todo está bien (perfecto, en verdad). ¡Gracias!