El 15 de mayo de 1945 estaba sola en el cuarto de mi familia en Moscú cuando se abrió la pesada puerta de roble y ahí estaba, enmarcada como una pintura por las jambas color beige, la tía Mania. Llevaba una falda café y una blusa de color crema, y un pañuelo de varios colores le cubría el cabello. Sonreía. Me hizo una seña con los ojos y dijo algo que solía afirmar: “Bueno, querida mía, tenemos que tomar lo malo junto con lo bueno en la vida”. La tía Mania suspiró, luego sonrió y me tomó la mano mientras decía: “Vamos, ven conmigo”.

La electricidad de las escaleras que conectaban los pisos no funcionaba, por lo que bajamos los cinco pisos a oscuras. Mientras nos las ingeniábamos para bajar, la tía Mania me dijo que íbamos a un desfile. Me aferré a la mano a mi tía al salir a la hermosa luz del sol de primavera, y también cuando caminamos por las calles de la ciudad.

La vista que nos dio la bienvenida no era en absoluto lo que uno esperaría ver en un desfile. No había música, ni platillos, ni payasos que hicieran malabares y dieran risa, dando a entender a todos lo que se celebraba. De hecho, pronto entendí que eso no era un desfile, sino una procesión de prisioneros de guerra enemigos capturados por Rusia.

Había una multitud detrás de la cinta policial que iba a lo largo de la enorme avenida. La avenida estaba decorada con carteles rojos con el símbolo del Comunismo, la hoz y el martillo, y la multitud estaba callada, los rostros duros mientras observaban la procesión

Al frente de ella, sobre un gran caballo color café, había un hombre de uniforme verde. Condecorado con medallas del Tercer Reich, estaba cabizbajo. Su rostro era de un color gris apagado, y sus ojos, del color de la arena. Su cuerpo inclinado parecía a punto de caer del caballo, bajo los cascos del animal.

Detrás del hombre y de su caballo, a pie, iban los soldados del Tercer Reich.

“Ese es el mariscal Paulus”, me susurró al oído la tía Mania.

“¿Quién? ¿Por qué va a caballo, tía Mania?”

“Es el general de todos los generales del ejército alemán”, respondió la tía Mania, “el general más importante de los nazis, y es por eso que va a caballo. Los guía”.

“Ah, ¿en el ejército alemán los generales van a caballo y los soldados a pie? ¿Eso está bien, tía Mania?”, pregunté.

“Bueno, no sé si está bien o no está bien, pero ahora es así, pequeña”, respondió la tía Mania un poco irritada.

Un hombre que estaba detrás de nosotras escuchó la conversación e hizo una observación personal sobre el general nazi y su caballo. “Hoy no se ve tan grandioso, ¿no, tía? El caballo parece más grandioso que el jinete, ¿no te parece, tía?”.

Miré el caballo sobre el que iba el general de todos los generales del ejército nazi. Su larga cola se movía y daba palmadas al aire, como si se anunciara a todo el mundo: “Mírenme. ¡Vean lo hermoso que soy! ¡¿Alguna vez vieron un caballo tan grandioso?!”.

Detrás del general de mirada lúgubre y de su hermoso caballo caminaban los prisioneros de guerra. Una columna de unos 30 hombres, uno junto al otro, marchaban por la amplia calle de Moscú. Algunos llevaban pañuelos rojos para protegerse la cabeza; otros andaban doblados, como si fuesen viejos; y otros llevaban zapatos rotos de los que les sobresalían los dedos.

Mientras observaba aquella pared de prisioneros, mis ojos se detuvieron en uno que se veía un poco diferente a los demás. Su rostro, incluso sus ojos, eran amarillos a la luz del sol. Su camisa anaranjada estaba rasgada, y de los agujeros de las botas le sobresalían los dedos, como pájaros de claros en un nido muy oscuro.

Por un momento, sentí empatía por esta persona con la camisa rasgada y las botas destruidas. Pero luego el hombre que le había hablado a mi tía escupió al suelo y dijo: “Malditos nazis. Mataron a mi hijo”.

Otras personas de la multitud lo siguieron en su lamento. “Sí, al mío, y al mío. A mi nuera, por judía. La arrastraron afuera su hogar frente a sus bebés y la asesinaron”.

Una mujer de pañuelo rojo, como los que llevaban muchos de los prisioneros, parecía haber venido preparada con basura. Mientras otros se lamentaban por el cruel trato de los nazis con aquella gente inocente, ella lanzó una cáscara de papa, luego una de cebolla y después más cáscaras de papa y de cebolla a la columna de prisioneros. (Como la comida escaseaba en Rusia en los tiempos de la posguerra, supongo que había recogido las cáscaras de su basura y de la de los vecinos). Los guardias soviéticos se acercaron rápidamente hasta la mujer y le ordenaron que dejara de arrojar basura. Así lo hizo.

Subí la mirada y, de repente, sentí una enorme bola de miedo en el estómago. El nazi con la camisa rasgada y los dedos como pájaros me miraba. Sus ojos amarillos atravesaban la distancia entre nosotros y pensé que me iba a exterminar con algún superpoder nazi malvado, como esos otros nazis que habían matado a la gente inocente que ahora la multitud lloraba.

No sé cuánto tiempo estuve así, congelada y con miedo, sin pensar. Luego me di la vuelta con la intención de correr. No sabía adónde, pero una cosa era clara: tenía que alejarme del monstruo que me miraba.

Traté de moverme. Sentía las piernas pesadas. Las forcé a dar un paso hacia afuera, lejos de la columna oscura. Las forcé a dar otro paso y otro más. Escuchaba voces a mi alrededor: “Asesinaron a nuestros hijos. Pero al final nuestros muchachos de Stalingrado los trituraron. Nada detuvo a nuestros valientes soldados en Stalingrado. Nuestros soldados de Stalingrado son nuestros héroes. Ganaron la guerra para todo el mundo. Europa, Asia, incluso Estados Unidos”.

Apreté los puños en mis bolsillos. Ahora la mano de mi tía estaba sobre mi hombro. “¿Qué te pasa, niña? ¿Adónde vas? Tenemos que tomar lo bueno junto con lo malo en la vida”.

Miré a la tía Mania, y no logré que mi boca se abriera para decirle que tenía miedo y que quería correr para escaparme de un monstruo. Y entonces, de repente, me solté de la mano de mi tía, me di la vuelta y di un paso hacia lo que hacía un momento me daba tanto miedo.

Al parecer, había una demora en el movimiento de la columna, porque el hombre de ojos amarillos seguía ahí y todavía me miraba. Yo también lo miré. No quería tener miedo, así como los soldados que peleaban en la guerra no tenían miedo. Eran héroes. Seguro que ellos tomaban lo bueno junto con lo malo en la vida. Quizás yo también pudiera aprender a ser una heroína.

Los ojos amarillos de un prisionero nazi se encontraron con los ojos oscuros de una pequeña niña judía. “Nunca volveré a sentir miedo de los nazis, y nunca volveré a escaparme, querida tía Mania”, dije, “quiero ser una heroína como los buenos soldados”.