Entre 1975 y 1976, mi último año en la Universidad de Washington en Seattle, viví en el Beit Jabad del Campus.

Pero no me malinterpreten. No era para nada ortodoxo. Mi entrevista fue algo así:

El rabino Samuels: “A ver… cuéntame sobre tu trasfondo judío”.

Yo: “Gané dos veces el premio de mejor asistencia al coro del templo de Hirsch. Mi padre me llevaba en auto todos los sábados, incluso cuando nevaba”.

El rabino Samuels: “Bueno, estás dentro”.

Y así fue como me mudé. Jabad en Seattle, conducido por el shelíaj (emisario) principal, el rabino Sholom Ber Levitin, y por el rabino Yechezkel Kornfeld, había tomado la sabia decisión de comprar lo que había sido una fraternidad de mujeres. Así que ahí estaba yo, justo en el medio de la Greek Row, con un cuarto propio y la cena incluida, todo por $75 al mes: sin dudas, ¡el mejor negocio del campus!

O eso pensaba yo. El primer sábado que estuve ahí, me despertaron de repente y muy temprano. “John, por favor, ¿puedes ayudarnos, por favor? Te necesitamos para el minián”.

“¿Qué?¿De qué están hablando?”, exclamé. Como el rabino Samuels me había dicho que la única regla era que anduviera por la casa con la cabeza siempre cubierta, estaba bastante molesto por este repentino aumento de las expectativas. Me dijeron que lo único que tenía que hacer era estar ahí, sentarme en el shul. Les dije que yo sólo quería leer mi novela. Dijeron que estaba bien. Así que me senté ahí. Ellos rezaron. Yo leí.

De ahí en adelante, todos los sábados a la mañana me levanté temprano y me escapé, decidido a evitar el minián. ¿Alguna vez has paseado por el campus de una universidad un sábado a las ocho de la mañana? No hay nadie. Nadie está despierto. Salvo yo: no iba a dejar que me atraparan.

El rabino Samuels nunca perdió de vista su misión. Vendía deliciosos sándwiches de atún y huevo en el edificio de la unión de estudiantes por menos de lo que salían en la cafetería: todo fuera porque los estudiantes judíos comieran casher. Me dijo que yo era muy especial, porque mis abuelos eran de Iekaterinoslav, donde había nacido el Rebe, y que era muy probable que su padre hubiera oficiado en la boda de mis abuelos. Y luego, cuando me robaron el equipo de música de mi habitación un viernes a la noche, el rabino Samuels prometió con mucha seguridad que lo encontraríamos, porque el robo había sucedido mientras yo estaba en la cena de shabat del Beit Jabad. Y así fue: dos meses después encontramos el equipo. El rabino Samuels, a su cariñosa manera, nunca me dejó olvidar eso.

Ese año, el Rebe también envió estudiantes de la ieshivá a Seattle. Para mí, estos compañeros (que tenían más o menos mi edad) parecían de otro planeta. No parecía que estuvieran en contacto con lo terreno, con el espíritu humanista del gran noroeste del Pacífico. No teníamos nada que ver.

Sin embargo, dos de los estudiantes de la ieshivá fueron simpáticos conmigo. Uno, Abba Perlmutter, me hablaba sin parar sobre béisbol: ya fuera el dramático home run de Carlton Fisk, justo dentro del poste de foul, o el OBP de Joe Morgan, Abba lo sabía todo. Y después, luego de nuestra conversación sobre béisbol (que duró dos semanas seguidas) y de agotar todos los temas, me preguntó si sabía algo de hockey, “porque ese es el deporte del que en realidad sé”. Imagínate.

El otro estudiante, Mendy Gluckowski, me habló sobre política, en especial sobre Ronald Reagan. En 1976 predijo que Reagan estaba decidido a ser presidente en 1980 y a marcar el comienzo de una nueva ola de conservadurismo en Estados Unidos. Le dije a Mendy que estaba loco... Pero resultó estar en lo cierto.

Chicos inteligentes. Geniales. Chicos que conectaron conmigo.

Pero no cuando se trataba de los tefilín. Ese año me deben haber preguntado sesenta veces si me pondría los tefilín, y las sesenta dije que no. Para mí, esas cajas negras con tiras no tenían ningún tipo de sentido.

Por más que admirara al rabino Samuels, a Abba y a Mendy, seguía en pie, firme en mi convicción de que en el humanismo y en el “hacer del mundo un lugar mejor” no había lugar para un rito tan antiguo. Luego de su propuesta, yo respondía con un simple “no, gracias”. No discutía ni me enojaba. Sólo un “no”. Un “no” sereno. Un “no” inmutable.

Nada de esto, por supuesto, afectaba nuestra amistad. Pero los tefilín seguían intactos.


Dos años después me había mudado a la Costa Este y enseñaba Historia en un colegio secundario de Boston. Una noche recibí un llamado desesperado de mis padres: “John, estamos muy preocupados por tu hermana. Está en algún lugar de Brooklyn, vive con ese grupo de Jabad. Por favor, fíjate cómo está, y si puedes intenta que se vaya”.

Y entonces, como el respetuoso hijo que soy, fui a Crown Heights. Quién hubiera dicho que mi hermana estaría tan feliz y sana como podía estar.

La mañana siguiente, de curiosidad, me acerqué a la ieshivá de principiantes de Jabad, Hadar HaTorah, en Eastern Parkway. Miraba desde afuera, a través de la puerta abierta, cuando vi un hombre joven de barba en lo más alto de unas empinadas escaleras. “Buen día”, dijo. “¿Te gustaría ponerte los tefilín?”.

Yo tenía la guardia baja y me quedé mudo. Me miró, lo miré.

Tefilín. Dos cajas negras con palabras de la Torá en su interior. Dos tiras de cuero negro. Todo hecho de piel de vaca, la transformación de lo físico a lo espiritual.

Tefilín. Someter la mente y el corazón (en esencia, someterse uno mismo) a un poder mayor, a Di-s.

Tefilín. Una conexión con los 3300 años de historia judía.

Pero nada de eso se me ocurrió en el momento. Sólo podía pensar en el rabino Samuels, el rabino Levitin y el rabino Kornfeld, en Abba y Mendy. Pensaba en su sinceridad, en su devoción imperturbable. Pensaba en todo lo que habían sacrificado de sí mismos para establecerse en el exilio de Seattle. Pensé en la compra de una fraternidad enorme en un campus sólo para que muchachos como yo, a los que parecía no importarles, tuvieran un lugar en el que comer casher y en el que estar (o del que escapar) en shabat.

De repente me llenó un sentimiento de resonancia, la sensación de estar en casa.

Puede que los shlijim nunca sepan el impacto que tienen, pero gracias a Di-s, gracias a la sabiduría del Rebe, siempre tienen un impacto. Sólo que a veces lleva tiempo comprender.

Con amabilidad, el joven repitió: “¿Te gustaría ponerte los tefilín?”.

Miré hacia arriba.

Luego de 61 amables ofrecimientos, supongo que estaba listo.

Y subí esas escaleras.


(Ah, y mis padres nunca enviaron a ninguno de mis otros hermanos a ver cómo me encontraba).