Alrededor de una hora antes de que llegue el shabat, escucho golpes fuertes y repetidos en la puerta. Del otro lado hay una mujer casi sin dientes que a menudo lleva el apabullante olor de los que no se bañan. Sonrío, extiendo los brazos y la abrazo, como lo haría con cualquier amiga que me visitase.
Mi vecina discapacitada y yo compartimos nuestros rituales de shabat desde hace ya ocho años. Viene a encender las velas y a comer un poco de kúguel de papa con ensalada de atún o pollo. Pero más que nada viene por la compañía. Por la confianza. Por la amistad.
“Hola, Bobe”, dice Ester, que ahora tiene 75 años. Está de pie afuera de la cocina mientras termino los preparativos para el shabat y se señala el hueso de la cadera. “Aquí siento algo duro. ¿Tendré algún problema?”. “No recibí la cuenta de la luz. ¿Me cortarán el servicio de electricidad?”. Y su pregunta más común: “Cuando me friego los ojos, hacen un sonido raro. ¿Me estoy volviendo ciega?”.
Cada semana, Ester manifiesta esas preocupaciones y muchas otras que la aquejan profundamente. Mis respuestas son casi siempre las mismas. “No te preocupes. Estás bien”. Eso es realmente todo lo que quiere escuchar. “Gracias”, dice, mientras va caminando como un pato al sillón en la sala de estar.
Conocí a Ester hace unos 10 años, cuando mi esposo y yo nos mudamos a un edificio de apartamentos. Después de acorralarme varias veces en la entrada con su lista de preocupaciones —casi bloqueando mi camino al buzón— yo, como muchos de mis vecinos, aprendí a dar la vuelta al rincón, sin ser detectada. Pero cierta tarde de viernes, cuando abrí la puerta, allí estaba mi vecina del piso de arriba, con el cabello desarreglado y una cara que parecía gritar de soledad.
“¿Puedo sentarme con ustedes, sólo por un rato?”, preguntó Ester en tono suplicante. “No tengo a nadie”.
Esa noche la invité a encender las velas. No recuerdo bien cómo establecimos nuestra tradición de las visitas semanales al atardecer de los viernes, pero de que las establecimos no hay duda. De hecho, Ester nos acompañó durante varios años alrededor de la mesa cada viernes que estábamos en casa. Es decir, hasta que mi marido sugirió (de manera amigable) que posiblemente el mejor momento para que nos visitara fuera mientras él todavía estaba en el shul.
Si bien pronto me convertí en su “mejor” (única) amiga, me ofrecí para ese papel por un sentido de obligación. Como judía observante, trato de “amar a mi prójimo como a mí misma” y a “alegrar el corazón del desafortunado". Francamente, no podía pensar en nadie a quien esto se aplicara de forma más clara y directa que a Ester.
El hecho es que Ester, que sufría de problemas mentales, estaba desesperadamente sola. Su madre, con quien había compartido el apartamento, de un solo ambiente, falleció hace casi 20 años. Por otra parte, no había nada que atemorizara más a Ester que la idea de “ser llevada a un asilo”. Su hermana hizo que se quedara en el apartamento y vigilaba su cuidado. Después de que su propia casa fuera dañada por el huracán Sandy en 2012, la hermana se mudó fuera del estado, más cerca de sus hijos. Ester, que ahora tiene una asistente social controlándola, está yendo a un programa de servicios para adultos cuatro veces por semana. Pero eso le deja bastante tiempo para pasear por los pasillos y golpear puertas, buscando compañía. Además de mi obligación judía, con tantas puertas que permanecen cerradas para ella, simplemente no me dio el corazón para cerrar la mía.
Sin embargo, cuando escucho ese llamado en la puerta, a menudo tengo que forzar una sonrisa, especialmente esas semanas en que me siento exhausta o que estoy atrasada con mis obligaciones. A lo largo de los años, aprendí bastante bien a cumplir con el papel de amiga, escuchando las preocupaciones de Ester, y a calmarla, para después desviar la conversación de sus ansiedades y charlar sobre acontecimientos del vecindario. Ella también disfruta escuchando novedades de mi familia: el nuevo empleo de mi hijo, la salud de mi mamá y la de mi esposo, y sobre la novia de mi hermano. Escucha atentamente, dándome la impresión de que mi familia también se convirtió en la suya. Aún así, siempre hay muchos aspectos difíciles de sus visitas que, de verdad, nunca estuvieron en mi lista de formas favoritas de empezar el shabat.
Pero luego algo cambió. Como no me sentía bien, decidí cancelar la reunión semanal de shabat. Para mi sorpresa, sentí una profunda sensación de soledad mientras encendía las velas. Más aún, por primera vez (¡en la vida!) olvidé las palabras de la oración, sin tener a Ester junto a mí para encender las velas. Tener tiempo después para relajarme tranquila en el sillón tuvo poco encanto. De hecho, sentí un vacío que no parecía provenir simplemente de un cambio de rutina.
Fue entonces que me di cuenta de que quizás ya no estaba “jugando a ser su amiga”. Durante ese proceso, nos habíamos hecho amigas. La verdadera amistad que desarrollé con Ester fue el resultado natural de haberme comportado de manera cariñosa y acogedora, sin que importase ningún otro sentimiento. Ester debió haber percibido mi cambio emocional, porque estaba más relajada en mi presencia, lo que hacía más fácil sentir su neshamá, el alma que había sido ocluida por sus problemas mentales.
Ahora cada semana, justo antes irse, Ester dice: “Hasta pronto, Bobe. Te quiero”.
Y las palabras “Yo también te quiero” surgen naturales de mi boca.
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