¿Recuerdas aquel sentimiento de temor al llevar a tu hijo a la escuela en su primer día de clases? ¿La sensación de pérdida y de pánico al confiarles a unos extraños el cuidado de tu tesoro más preciado? ¡Quién sabe qué humillaciones va a sufrir, con qué dificultades se va a enfrentar, a lo largo de la década y media que durará su educación formal! ¿No tendría más sentido pedir que te devuelvan la matrícula de la escuela y mantener a tu retoño a salvo en casa?

Nadie hace eso. No sólo porque los directores de la escuela se niegan a hacer reembolsos, sino también porque reconocemos que los beneficios y logros de nuestros hijos durante el tiempo que pasen en la escuela compensarán las preocupaciones y los peligros que implica dejar la zona de confort del hogar.

Nuestra única esperanza es que la calidez y la comodidad que el niño ha disfrutado hasta el momento, la compasión y el cuidado que tuvo durante sus primeros años de formación, le sirvan de apoyo para atravesar las dificultades ocasionales con las que, inevitablemente, se va a encontrar.


La lectura de la Torá de esta semana (Génesis 28-32) cuenta la historia del viaje de 2 años de Iaacov desde la Tierra de Israel hasta Harán, ida y vuelta. Iaacov es forzado a dejar las comodidades del hogar y a viajar por el ancho mundo. En el camino, se detiene para rezar en el sitio donde estaría luego el Templo, y ahí duerme y sueña con algo fascinante: había una escalera apoyada en la tierra cuyo extremo superior alcanzaba el cielo; y he aquí, los ángeles de Di-s subían y bajaban por ella (Génesis 28:12).

Nuestros sabios explican que los ángeles que subían la escalera eran “ángeles de la Tierra de Israel” que habían acompañado a Iaacov en el viaje de su vida hasta ese momento. Ahora, que se preparaba para dejar la Tierra Santa y cruzar los límites para enfrentarse a lo extraño, un segundo grupo de ángeles bajaba la escalera, enviado desde el cielo para escoltarlo en sus viajes.

Este “cambio de guardia” fue consecuencia de las diferentes metas que se les habían encargado a los dos grupos de ángeles. El elenco local, cargado de toda la historia y la espiritualidad que invoca la Tierra Santa, le había infundido a Iaacov sus primeras enseñanzas de grandeza. Sin embargo, ahora, en la medida en que cruzaba hacia lo desconocido, su misión había cambiado.


También en nuestro propio viaje a lo largo de la vida hay un juego de equilibrio entre permanecer fieles al propio pasado y estar abiertos a nuevas experiencias.

Cuando junto con un amigo viajábamos por Europa con la mochila al hombro, solíamos maravillarnos ante los grupos homogéneos que paseaban todos juntos en autobuses con aire acondicionado. Se quedaban en hoteles de estilo americano e insistían en comer en las mismas cadenas de comida rápida que existían en Estados Unidos. Uno se pregunta por qué molestarse en viajar, cuando es posible disfrutar de una “experiencia” idéntica en casa, con la tele encendida en un canal de viajes.

Para desarrollarse de verdad como un ciudadano del mundo, uno tiene que salir a mezclarse entre la gente, chocarse los hombros con los locales y aprender y disfrutar de cada nuevo hallazgo. Sin embargo, también es importante asegurarse de que la esencia de uno, su núcleo identitario, no sufra el impacto del cinismo de los extraños.

Por eso es que hubo dos grupos de ángeles que acompañaron a Iaacov en las diferentes etapas de su viaje, y cada uno tenía roles distintos. Los “ángeles de la Tierra Santa” fueron los guardianes morales que nutrieron al niño durante sus años de formación, mientras que el grupo de ángeles que acompañó a Iaacov al mundo lo rodeó y lo protegió mientras él se sometía a nuevas influencias y experiencias, y lo vieron volverse el patriarca seguro de sí mismo en el que se convirtió luego de los desafíos de su viaje.