Génesis 34 cuenta una historia terrorífica desde el principio hasta el final. Dina, la hija de Iaacov –la única hija judía mencionada en las historias de los patriarcas– deja la seguridad del hogar para ir en busca de “las hijas de la tierra”. Un príncipe, Shejem, hijo del rey de la ciudad de Shejem, abusa de ella y la rapta.

Iaacov se entera de esto, pero no actúa hasta que sus hijos vuelven. Shimeón y Levi, los hermanos de Dina, se dan cuenta de que deben hacer algo para rescatarla. Se trata de una tarea casi imposible. El que la tiene cautiva no es un individuo común y corriente. Como es el hijo del rey, no se lo puede confrontar de manera directa. Es poco probable que el rey le ordene a su hijo que la libere. El resto de los ciudadanos, dadas las circunstancias, defenderían al príncipe. Son Shimeón y Levi contra el pueblo: dos contra muchos. Incluso si se tratara de todos los hijos de Iaacov, habría una enorme desventaja.

Entonces Shimeón y Levi decieron hacer trampa. Dejaron que Dina se casara con el príncipe, pero bajo una condición. Todos los miembros de la ciudad debían ser circuncidados. Ellos, al ver las ventajas a largo plazo que implicaba la unión con la tribu vecina, estuvieron de acuerdo. Los hombres de la ciudad se ven debilitados por la operación, y su dolor se hace más agudo al tercer día. Ese día, Shimeón y Levi entran a la ciudad y los matan a todos. Rescatan a Dina y la llevan a casa. El resto de los hermanos saquea la ciudad.

Iaacov se horroriza: “Han logrado que me odie la gente”, dice. “¿Qué se suponía que hiciéramos?”, preguntan los dos hermanos; “¿Deberíamos haber dejado que trataran a nuestra hermana como a una prostituta?”. El episodio termina con esa pregunta retórica y la historia se desvía hacia otras cuestiones. Pero el horror de Iaacov ante el accionar de sus hijos no termina ahí. Regresa a él en su lecho de muerte, donde los maldice:

Shimeón y Leví son hermanos;

sus armas, instrumentos de violencia.

En su consejo no entre mi alma,

a su asamblea no se una mi gloria,

porque en su ira mataron hombres,

y en su obstinación desjarretaron bueyes.

Maldita su ira porque es feroz;

y su furor porque es cruel.

Los dividiré en Iaacov,

y los dispersaré en Israel.1

Este es un pasaje extraordinario. Parece no tener ningún tipo de mensaje moral. Nadie saca nada bueno de él. Shejem, el príncipe, parecería ser el mayor villano. Fue él quien raptó y abusó de Dina en primer lugar. Hamor, su padre, no lo castiga ni ordena la liberación de Dina. Shimeón y Levi son culpables de un horrendo acto de violencia. Los otros hermanos se hacen cómplices al saquear la ciudad.2 Iaacov parece pasivo en todo el proceso. No hace nada ni les dice a sus hijos que haga nada. Incluso Dina parece ser culpable por ser inconsciente y descuidada y haber ido a la ciudad en primer lugar, cuando era claro que se trataba de un barrio peligroso: recordemos que tanto Abraham como Itzjak, su abuelo y su bisabuelo, habían temido por sus propias vidas a causa de la falta de leyes de ese momento.3

Quién tenía razón y quién no es algo que aún no queda claro en el texto. Iaacov condena a sus hijos. Pero sus hijos rechazan la crítica.

El debate continuó y fue tomado por dos de los más grandes rabinos de la Edad Media. El Rambam toma partido por Shimeón y Levi. Lo que hicieron está justificado, dice. Los otros miembros de la ciudad sabían lo que había hecho Shejem, sabían que era culpable de un crimen, y sin embargo ninguno lo llevó a la corte ni rescató a la muchacha. Por lo tanto, eran cómplices. Lo que había hecho Shejem era un crimen capital, y al protegerlo, la gente estaba implicada.4 Esto es, sin querer, una resolución fascinante, porque sugiere que para el Rambam la regla de que “todo Israel es responsable el uno por el otro” no se limita sólo a Israel. Se aplica a todas las sociedades. Como escribió Isaac Arama en el siglo XV, cualquier crimen del que se sabe y es admitido deja de ser una ofensa de individuos particulares y se convierte en un pecado de la comunidad como un todo.5

El Ramban no está de acuerdo.6 El principio de responsabilidad colectiva no se aplica, en su opinión, a las sociedades no judías. Los Siete Preceptos de las Naciones requieren que cada sociedad establezca cortes judiciales, pero no implica que una falla en el procesamiento de un pecador justifique que todos los miembros de la sociedad cometan un crimen capital.

El debate continúa aún hoy entre los estudiosos de la Torá. Dos en particular someten la historia a un puntilloso análisis literario: Meir Sternberg en su The Poetics of Biblical Narrative7 y el rabino Elhanan Samet en sus estudios sobre la parashá.8 Ellos también llegan a conclusiones contrapuestas. Sternberg argumenta que el texto es crítico con Iaacov tanto por su falta de acción como por su propia crítica hacia los hijos por haber actuado. Samet ve como principales culpables a Shejem y Hamor.

Sin embargo, los dos señalan que es notable el hecho de que el texto profundice de manera deliberada la ambigüedad moral por el hecho de no retratar ni siquiera a los aparentes villanos de manera negativa. Tomemos al pecador principal, el joven príncipe Shejem. El texto nos dice que “su corazón lo llevó a Dina, la hija de Iaacov; amaba a la joven y le hablaba con dulzura. Y Shejem le dijo a su padre, Hamor: ‘Consígueme a esta muchacha para hacerla mi esposa’”. Comparemos esto con la descripción de Amnón, el hijo del rey David que abusa de su media hermana, Tamar. Esa historia también es un relato de sanguinaria venganza. Pero el texto dice que Amnón, luego de raptar a Tamar, “la odiaba con intensidad. De hecho, la odiaba más de lo que jamás la había amado. Amnón le dijo: ‘¡Levántate y sal de aquí!’” (2 Shmuel 13:15). Shejem no es para nada así. Él se enamora de Dina y quiere casarse con ella. El rey, el padre de Shejem, y todos los ciudadanos acceden enseguida a la petición de Shimeón y Levi respecto de ser circuncidados.

No sólo el texto no demoniza al pueblos de Shejem, sino que tampoco retrata a la familia de Iaacov de manera positiva. Usa la palabra “engaño” (Génesis 34:13) con Shimeón y Levi, así como la usa antes al hablar de Iaacov cuando toma la bendición de Esav y al hablar de Labán por sustituir a Lea por Rajel. La descripción que hace de todos los personajes, desde la extrovertida Dina hasta sus violentos salvadores, parece estar escrita para alienar cualquier intento de empatía.

El resultado es una historia con villanos que no son irredimibles y héroes que no son incuestionables. ¿Por qué entonces nos la cuentan? Las historias no aparecen en la Torá sólo porque sucedieron. La Torá no es un libro de historia. Hace silencio sobre algunos de los periodos más importantes de todos los tiempos. No sabemos nada, por ejemplo, sobre la niñez de Abraham, o sobre treinta y ocho de los cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto. Torá significa “enseñanza, instrucción, guía”. ¿Qué enseñanza quiere la Torá que tomemos de esta historia en la que nadie queda bien parado?

Hay un importante experimento mental ideado por Andrew Schmookler conocido como “la parábola de las tribus”.9 Imagina un grupo de tribus que viven cerca la una de la otra. Todas eligen vivir en paz salvo una, que está dispuesta a usar la violencia para alcanzar sus metas. ¿Qué pasa entonces con las tribus que buscan la paz? Una es derrotada y destruida por la tribu violenta. La segunda es conquistada y sometida. Una tercera huye a un lugar remoto e inaccesible. Si la cuarta busca defenderse, tendrá que recurrir también a la violencia. “La paradoja es que una defensa exitosa frente a un agresor que abusa de su poder requiere que una sociedad se vuelva más parecida a la sociedad que la amenaza. El poder sólo puede ser detenido con más poder”.10

En otras palabras, hay cuatro salidas posibles: 1) la destrucción, 2) el sometimiento, 3) la retirada y 4) la imitación. “En cada una de estas posibilidades, las formas de poder se propagan por todo el sistema. Esta es la parábola de las tribus”. Recuerda que todas las tribus salvo una buscan la paz y no tienen intenciones de hacer uso del poder por sobre sus vecinas. Sin embargo, si introducimos una sola tribu violenta en la región, la violencia termina por prevalecer, sin importar la manera en la que respondan las demás tribus. Esa es la tragedia de la condición humana.

Mientras escribía este ensayo, durante el verano de 2014, Israel estaba involucrado en un amargo conflicto con Hamás en Gaza, en el que murió mucha gente. El Estado de Israel ya no tenía intenciones de participar en este tipo de conflicto en el que se vio involucrado nuestro ancestro Iaacov. Durante la campaña militar, recordé las palabras que aparecen en nuestra parashá, sobre cómo se sentía Iaacov antes de reunirse con Esav: “Iaacov tenía miedo y estaba angustiado” (Génesis 32:8), sobre lo que los sabios dijeron: “Con miedo, por temor a que lo maten; angustiado, por temor a que lo forzaran a matar”.11 Lo que nos dice el episodio de Dina no es que Iaacov, Shimeón o Levi estuvieran en lo cierto, sino que puede haber situaciones en las que no hay una decisión correcta. Sin importar lo que hagas, cometerás un error, y todas las opciones implicarán romper con algún principio moral.

Eso es lo que señala Schmookler, que “el poder es como un contaminante, una enfermedad, que una vez introducida se vuelve, de manera gradual pero inevitable, universal en el sistema de las sociedades involucradas”.12 El solo acto de violencia que comete Shejem contra Dina obliga a los dos hijos de Iaacov a tomar medidas violentas, y al final todos terminan muertos o contaminados. Es un índice de la profundidad moral de la Torá no escondernos esta terrible verdad, no determinar un bando culpable y uno inocente.

La violencia nos contamina a todos. Lo hizo entonces y lo hace ahora.