El trabajo era abrumador y los beneficios, escasos. Aun así, Israel era feliz. Llevaba cada día su caballo y su carreta destartalada a las montañas para llenarla de arcilla. Cuando completaba una carga, conducía a su fiel pero añoso caballo al mercado, donde vendía su mercadería a ladrilleros y alfareros por apenas el dinero suficiente para comprar comida para él y para su esposa Jana, y algo de avena para su caballo.

Con el tiempo, Israel se haría conocido en todo el mundo como el rabí Israel Baal Shem Tov, pero aún faltaba mucho para eso. En esos tiempos, la pareja se conformaba con llevar vidas austeras y discretas.

—Gracias a Di-s —solían decirse a menudo el uno al otro—, tenemos lo suficiente como para sobrevivir y no tener que salir a mendigar.

Pero el paso del tiempo y la escasez de comida contribuyeron a que el caballo de Israel se volviera cada vez más débil, hasta que llegó el día en que el pobre animal no tuvo más fuerzas para arrastrar la carreta hasta el mercado.

—Mi viejo caballo está al borde de la muerte —les confió Israel a algunos de los campesinos de la zona—. ¿Cómo me las arreglaré para llevar mi arcilla al mercado sin él?

—Tengo la solución perfecta para usted —le dijo uno de los que se encontraban con él—. En un pueblo no muy lejos de Uman vive un hombre muy rico llamado Baruj que practica una forma de caridad muy especial: cada vez que el caballo de un campesino pobre está por morir, no tiene más que llevárselo a Baruj, y este hombre rico le da un caballo joven y brioso de su propio establo. ¿Por qué no va a probar suerte?

Baruj no era precisamente un erudito de la Torá, pero lo que le faltaba en educación lo compensaba con buenas obras. Junto con su esposa Rajel, se destacaba por cuidar de los desamparados. Eran conocidos en todas partes por ser anfitriones muy atentos, a quienes nada les gustaba más que alojar a los caminantes que pasaban por allí. Incluso habían construido una casa junto a la suya donde los exhaustos viajeros pudieran encontrar una comida caliente y una cama limpia.

Cuando Israel y Jana llegaron a la finca de la pareja rica, les fueron ofrecidos deliciosos platos y una habitación privada. Luego de haberles dado un caballo joven, Baruj los invitó a quedarse allí durante shabat y ellos aceptaron la invitación.

Luego de pasar un shabat muy agradable y de que el último de los invitados comiera melavé malká, la comida tradicional del sábado por la noche, Baruj se dirigió a su habitación para descansar. Cuando posó su mirada en la casa de huéspedes por última vez, alcanzó a ver una misteriosa luz en una de las ventanas. Como temió que se tratara de un incendio, corrió hacia allí tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Sin embargo, al acercarse y mirar con mayor detenimiento, pudo ver que la luz era de otra naturaleza: un resplandor etéreo como nunca antes había visto.

Con todo el coraje del que fue capaz, entró a la casa y dio un vistazo a la habitación de la que había visto salir la misteriosa luz. Allí vio a Israel sentado en el suelo de su habitación, recitando tikún jatzot, la oración de medianoche para pedir a Di-s la reconstrucción del Templo sagrado de Ierushalaim. Con las palmas hacia el cielo, el joven recitaba las palabras hebreas al mismo tiempo que brotaban de sus ojos lágrimas ardientes.

Abrumado, Baruj cayó en un profundo desmayo y se derrumbó en el suelo con un ruido estremecedor. Al escuchar tan fuerte sonido, Israel abrió la puerta y vio que su gentil anfitrión yacía en el suelo. De inmediato se dispuso a intentar reanimarlo y a calmar sus nervios agotados.

—Por favor, perdóneme —le rogó Baruj—. No sabía que usted era una persona tan especial. Si lo hubiese sabido, sin dudas le habría dado un trato diferencial. Oh, ¿cómo puedo subsanar este grave descuido?

—No diga nada —dijo Israel con firmeza—. Usted hizo más de lo que debía. De hecho, se ha decretado en el cielo que usted y su esposa sean recompensados por todas las buenas obras que han llevado a cabo. Serán bendecidos con un hijo que se convertirá en un hombre honrado. Cuando eso ocurra, asegúrese de que solamente su esposa lo amamante, y usted cuídelo como si fuera la luz de sus ojos. Asegúrese de que lleve una vida pura y de que reciba la mejor instrucción en Torá, porque será un gran líder del pueblo judío.

Después de escuchar tan buenas noticias, Baruj le rogó a Israel que le revelara la identidad del hombre alto que estaba parado junto a él.

—Si merecías verlo —respondió Israel—, eres digno de saber quién es. El huésped no era otro que tu santo antepasado, el rabí Iehudá Loew de Praga, conocido como el Maharal. Ha llegado el momento de que su alma vuelva a este mundo, y ese será tu hijo, tan especial. En el momento de la circuncisión, pon a tu hijo el nombre de Arie Leib (una variante de Iehudá Loew), y te aseguro que también yo lo bendeciré.

A la mañana siguiente, Israel y Jana se pusieron en marcha para emprender el regreso.

Muy poco tiempo después, Rajel compartió la buena noticia de que estaba esperando un hijo. En el momento indicado, el niño nació rodeado de gran júbilo. Como Baruj deseaba atraer nuevamente a su misterioso huésped, anunció que todas las personas pobres del reino estaban invitadas a participar del ágape que darían al finalizar la circuncisión.

Mientras Baruj circulaba entre sus invitados, advirtió con gran alegría que Israel se encontraba presente, vestido con una sencilla bata de campesino.

—Oh, me siento tan honrado por tenerlo aquí —exclamó—. Por favor, venga al frente. Para mí sería un placer y un honor si pudiera oficiar de sandek y sostener a mi hijo durante la ceremonia de la circuncisión.

—Guarde silencio —respondió Israel—, no me dé ningún honor especial y no deje que nadie piense que soy algo más que un simple hombre.

Luego de finalizada la ceremonia y de que el niño fuera nombrado como su ilustre ancestro, llegó el momento de devolverlo a los brazos de su madre. Baruj anunció que harían circular al pequeño entre los invitados para que cada uno tuviera la oportunidad de bendecirlo.

Cuando llegó el turno de Israel, dijo:

—Soy un hombre ignorante y no sé cómo bendecir elegantemente en hebreo. Pero recuerdo cómo mi padre solía explicar un versículo de la Torá que dice “Y Abraham fue viejo (zaken)”. La palabra hebrea para decir “padre” es av, y la palabra hebrea para “abuelo” es zaken. Este versículo nos dice que Abraham era el abuelo de todos nosotros. Bendigo a este niño para que sea un abuelo para todo el pueblo de Israel, tal como lo fue Abraham.

La muchedumbre rompió en una bondadosa risa ante las palabras del extraño campesino, quien sin reparos había admitido su ignorancia. Así y todo, el apodo fue aceptado entre la gente y, desde ese entonces, el niño fue comúnmente llamado zeide, que en ídish significa “abuelo”.

Incluso cuando fue conocido en todas partes como un hacedor de milagros y un adscripto al movimiento jasídico, fundado por el rabí Israel Baal Shem Tov, todos lo siguieron llamando el Shpoler Zeide (el “abuelo de Shpoli”).