Su suerte sí que era amarga. Su marido la había dejado hacía años. Es cierto, su matrimonio no había sido perfecto. Pero aun así, él no tenía necesidad de escabullirse como un delincuente cualquiera sin siquiera decirle que se iba, o concederle al menos el divorcio.

Esa era la peor parte. Sin el divorcio, ella no podía volverse a casar. Así, estaba “atada” al hombre que la había traicionado.

Sí, ella trató de buscarlo, envió cartas a rabinos en las comunidades de toda Polonia. Incluso intentó consultar con los más grandes estudiosos del Talmud, con esperanzas de encontrar algún “vacío legal” que le permitiera casarse de nuevo. Pero no encontró nada. Casi se resignó a vivir con la idea de que estaría sola por el resto de su vida.

Como último recurso, ella y su hermano —su leal hermano, quien la había apoyado cuando hasta sus amigas la abandonaron— viajó a la ciudad de Koznitz. Ahí vivía el gran rabino, el rabí Israel (1737-1814), quien era conocido en todas partes por convocar milagros.

“Rebe”, lloraba ella, “¡usted es mi última esperanza! Mi marido me abandonó hace años, y necesito seguir con mi vida. Dígame, ay, dígame, ¿qué debo hacer?”.

El rabino la escuchó con atención, sus grandes ojos atentos al dolor y a la agonía de las palabras de la mujer. Luego se volvió hacia su asistente y le pidió que trajera al estudio un balde con agua.

“Mira dentro del balde”, le dio el rabino a la mujer, “y dime lo que ves”.

“Veo una gran ciudad”, dijo la mujer, incrédula. “Veo casas, calles, tiendas…”.

“Ahora busca la zona del mercado. ¿La encuentras?”, la animó el rabino.

“Sí, sí”, le respondió. “Puedo ver el mercado. Tiene filas de tiendas a ambos lados”.

“Ahora mira por las ventanas de las tiendas y dime lo que ves”.

“¡Rebe! Veo a mi marido”, respondió con emoción. “Ha envejecido un poco, pero lo podría reconocer en cualquier parte. Está sentado alrededor de una mesa con grupo de trabajadores, y todos cosen. Él le da los toques finales al decorado de una manga en este preciso instante. Lo he visto hacer esto docenas de veces. Usted sabe, mi marido era sastre…”.

“Bien”, dijo el rebe. “Ahora quítale la manga con tu propia mano”.

Como si estuviera en trance, ella levantó la mano, la metió en el agua fría y cuando la retiró sostenía una manga, ¡aún caliente por la plancha!

“Bien”, dijo el rebe. “Quiero que conserves esa manga. Con la ayuda de Di-s, tu marido te dará el divorcio”.

“Rebe”, dijeron los hermanos, “por favor, danos instrucciones. ¿Adónde deberíamos ir ahora?”.

“Pueden ir adonde deseen”, fue la enigmática respuesta del rebe.

“¿Pero cómo podemos siquiera contratar un cochero si no sabemos adónde queremos ir?”, preguntaron. “Por favor, rebe, guíanos”.

“Vayan en paz”, dijo el hombre sagrado de Koznitz. “Di-s, bueno y misericordioso, tendrá todo listo para ustedes”.

El rabí Israel de Koznitz (cortesía de la Biblioteca Nacional de Israel)

Salieron de la humilde casa del rebe y allí había un cochero gentil, parado junto a un coche al que estaban atados dos finos corceles.

“¿Usted puede llevarnos?”, le preguntaron al hombre.

“Sí, suban”, contestó él, sin que sucediera la usual discusión sobre el destino y la tarifa.

Al cabo de unos minutos, se encontraron en un bosque grande y oscuro. Casi no podían ver el camino, pero no tenían miedo. La mujer, que sostenía con fuerza la manga, tenía fe en Di-s y en sus mensajeros.

De repente, los dos sintieron que caían al suelo. “Debemos de habernos quedado dormidos”, se dijeron el uno al otro, “y el cochero debe de habernos arrojado del coche para seguir con su camino”.

Atravesaron a tropezones el bosque hasta que llegaron al centro de una enorme ciudad. “Esta es la ciudad que vi en el balde”, dijo, llena de esperanza, la mujer a su hermano. “Gracias a Di-s, las palabras del rebe se están convirtiendo en realidad. Caminemos por la ciudad hasta encontrar el mercado”.

Y así fue: al poco tiempo divisaron el mercado. “Mi querido hermano”, dijo ella, “vayamos a buscar pronto al rabino de esta ciudad para preguntarle cuál es la mejor manera de encarar este asunto. Después de todo, mi marido podría negar sin problemas haberse casado conmigo, a pesar del milagro que nos trajo hasta aquí”.

Encontraron el camino hacia la casa del rabino y le contaron la secuencia de acontecimientos que los habían llevado a la ciudad. Incluso le mostraron la manga que habían traído con ellos.

“Agradece a Di-s”, dijo el rabino, “por no haber abandonado a nuestra generación y haber puesto su santo espíritu sobre el gran sabio de Koznitz”.

“Conozco muy bien a tu marido. Se ha instalado en nuestra ciudad. Aquí tiene una esposa e hijos, y es un miembro honrado y destacado de la comunidad. Pero no tengas miedo. Todo saldrá bien; tú sólo conserva esa manga”.

El rabino luego les dijo a los hermanos que se acomodaran en la pequeña alcoba que estaba junto a su estudio, y citó de inmediato al sastre.

“Rabí”, dijo el sastre perplejo, “¿hay algo que necesite de mí? ¿Sus ropas necesitan arreglo?”.

“Sólo tengo algunas preguntas para ti”, le respondió el rabino. “¿Tienes esposa?”.

“¿Esposa? Por supuesto que sí. Todos saben que estoy casado y tengo familia”.

“No, quiero decir, ¿habías estado casado antes de venir aquí y formar una familia?”.

“Rabí”, dijo él, nervioso, “nunca antes había estado casado. Cuando llegué aquí era libre como el viento”.

“Cuéntame”, dijo el rabino, “¿qué estabas cosiendo hoy?”.

“Es curioso que pregunte”, respondió, aliviado de que la conversación virara a un tema menos sensible. “Me pasó la cosa más extraña del mundo. Estaba sentado a la mesa y trabajaba con mis compañeros. Tenía en mis manos la manga de una capa que confeccionaba para un noble”.

“De repente”, dijo el sastre, “la manga se escapó de mis manos. Todos miramos, sorprendidos, mientras volaba por la habitación, como si fuera un barrilete en manos de un niño. Buscamos la manga por todas partes —había trabajado en ella durante varias horas—, pero ya no estaba. Fue como si hubiera ocurrido un milagro”.

“¿Y qué me darías si te devolviera tu manga?”, le preguntó el rabino.

“No hay nada que pudiera darle”, dijo el sastre, “porque no hay forma de que me devuelva esa manga. Se ha ido para siempre”.

“Oh, pero puedo hacerlo”, dijo el rabino, mientras abría de a poco la puerta de la alcoba.

“Ven”, le dijo el rabino a la mujer, “y dale a tu esposo lo que se merece”.

La mujer, que tanto había sufrido, puso la manga sobre la mesa y el sastre la contempló maravillado. Estaba tan asombrado por su regreso milagroso que ni se había dado cuenta de quién la había traído.

“En efecto, aquí está tu manga”, dijo, severo, el rabino “¡pero aquí está tu esposa!”.

El hombre levantó la mirada y se desmayó.

Luego de recuperarse, el esposo le otorgó, con modestia, el divorcio a su esposa.

Esta historia fue registrada en los Sipurim Noraim por el rabí Yaakov Kaidaner, quien la oyó del rabí David, un seguidor del Maguid de Koznitz, quien entrevistó en persona a una serie de individuos involucrados en este milagroso acontecimiento.