Era la primera noche de Pésaj, y mi marido y yo habíamos invitado a veinte personas para celebrar la festividad. Nunca habíamos hecho el séder en nuestra casa, así que era un asunto importante. El plato principal era un pavo gordo y enorme, y yo era la encargada de calentarlo.
En medio del ajetreo de la fiesta, olvidé que el plástico se derrite en el horno. El pavo estaba en una bandeja de plástico que se derretía a 230 grados Celsius. “¿Qué es ese olor?”, le pregunté a mi esposo, Danny. Él se fijó. “¡No puedes poner plástico en el horno!”.
Él se apresuró a sacar el pavo y logró salvar la mayor parte. La bandeja no corrió con la misma suerte. Por fortuna, al pavo no le quedó nada de sabor a plástico y pudimos disfrutar de la cena. Pero nunca olvidaré mi error, causado por la sencilla ansiedad de ser anfitriona.
Cuando me convertí al judaísmo en 2015, aprendí que recibir gente en tu hogar durante shabat y las festividades es una mitzvá importante. Y yo disfrutaba de hacer fiestas e invitar gente. En estas fiestas, cada uno traía una bebida y yo ponía algunas cosas para comer. No estaba acostumbrada a cocinar grandes cenas para más de veinte personas. (Me tomó cinco años lograr hornear una buena jalá.)
Con los años, comencé a cumplir con las extravagancias de las cenas de shabat. El shabat debe ser un día especial en el que todos salgan a celebrar. Había ido a casas de personas en las que en una noche de viernes cualquiera se servían diferentes tipos de jalá, tres ensaladas, ocho salsas diferentes, dos entradas, diez acompañamientos y tres postres. Era difícil estar a la altura.
Luego de casarme, cuando comencé a ser anfitriona, ponía todo el énfasis en la comida. Mientras preparaba la cena, el jueves o el viernes a la tarde, antes de que la gente llegara, no paraba de pensar: “¿Será suficiente comida? ¿Les gustará así? ¿Qué hago si se me quema el pollo? ¿Calentará bien la comida mi recipiente? ¡Ay, no, las zanahorias siguen crudas!”.
Si algo salía mal en la cocina, contenía la respiración mientras los invitados se pasaban la comida en la mesa y estaba atenta a sus gestos para saber si algo no les había gustado. “Ay, no, sólo se sirvió unas pocas zanahorias”, pensaba. “¿Por qué nadie se vuelve a servir?”.
Era agotador. Una vez, un invitado me preguntó si podía servirse más pollo. Había algunas personas que habían confirmado su asistencia a último momento, por lo que tuvimos que cortar porciones más pequeñas de pollo para que todos tuvieran la suya. Así que tuvimos que pedirle disculpas, decirle que no había más. En otra ocasión, la porción de pollo de un invitado estaba un poco cruda. Él lo dijo enfrente de todos. Me dio tanta vergüenza que después de eso no quise ser anfitriona por un par de semanas.
También me obsesionaba con impresionar a los nuevos invitados. Mi esposo y yo invitamos a muchas personas no observantes para ofrecerles una buena experiencia de shabat. Para algunos, era la primera vez que iban a una cena de shabat o que participan en actividades judías desde su bar o bat mitzvá. Así que dependía de mí asegurarme de que lo pasaran genial. Si arruinaba la comida o mi hospitalidad no era excelente, pensaba que era posible que no quisieran volver a participar de un shabat. Y todo sería mi culpa.
Pronto fue demasiado. Durante dos meses decidí no invitar a decenas de personas y en cambio sólo hice la cena para mi marido y para mí. También fuimos a las casas de otras personas. Pero cenar sólo con Danny era muy solitario, y extrañaba invitar a la gente a comer y divertirme con ellos en nuestro hogar.
Hablamos del tema y decidimos que, en lugar de ser anfitriones todas las semanas, como solíamos hacer, sólo lo haríamos una vez al mes durante un tiempo, hasta que fuéramos capaces de hacerlo con más frecuencia. Quizás era mejor enfocarse en la calidad en lugar de la cantidad.
También me di cuenta de que había sido muy dura conmigo misma. Soy una cocinera excelente, pero todos tenemos nuestros malos días, en especial cuando se trata de cocinar en grandes cantidades. No era necesario que hiciera un gran despliegue de comida. Un poco de jalá, una ensalada, gefilte fish, pollo, un acompañamiento de verdura y un poco de papa sería suficiente. ¡Incluso eso ya era mucha comida! La mayoría de las personas sólo comía unas pocas cosas, y al final teníamos muchísimas sobras.
Nadie juzgaba mi comida ni me guardaba rencor si me olvidaba de ofrecerle algo para beber. Estaban felices de estar ahí, o eso espero. Recordé que las cenas de shabat que más disfruté siempre fueron aquellas en las que hubo conversaciones animadas. Y siempre me sentía, primero que nada, agradecida por la invitación. El solo hecho de que me inviten a una cena me hace sentir bien.
Las cenas de shabat tienen como objetivo traer santidad a tu vida y conectarte con otros judíos. No se trata de si el amasado de la jalá es perfecto o de los condimentos que tiene el pollo.
Aunque tengo que decir que un pollo delicioso y sin sabor a plástico es un verdadero regalo de Di-s.
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