Sucede que soy una mujer bastante tranquila. Hasta el momento, he pasado por terremotos e incendios terribles, ataques terroristas y guerras. He acompañado a docenas, sino a cientos, de mujeres en trabajo de parto, e incluso he sido partera de uno o dos bebés. En una situación de emergencia, suelo permanecer calma y tranquila, y controlar mis emociones. Bueno, este último domingo permanecí calma y tranquila, pero definitivamente no controlé mis emociones.
Estábamos en el parque con nuestros cuatro hijos. Yo hablaba con mi esposo y miraba con cuidado al pequeño, para asegurarme de que no se pusiera en la boca ninguno de los objetos interesantes que estaban en el suelo. Los niños más grandes jugaban en los escaladores del espacio de juegos. De repente, oímos un grito: “¡Avraham se cayó, y no puede mover el brazo!”
“¿Qué?”.
Corrí hasta mi hijo. Él lloraba y se sostenía el brazo. Miré su rostro pálido y vi en él mucho dolor. No pude evitarlo y comencé a llorar yo también.
Como estaba en modo emergencia, pude hacer lo que debía para calmar a mi hijo, darle un poco de agua, preguntarle qué había pasado (se había caído de los juegos y con la caída se había fracturado el brazo) y enviarlo con mi marido a la sala de emergencias. Yo me quedé con los otros niños, y dijimos salmos para que Avraham se recuperara.
Ahora, cuando veo las cosas en perspectiva, puedo decir que sí, gracias a Di-s fue sólo un hueso roto y sí, como madre de cuatro (tres de los cuales son varones), sé que estas cosas son usuales. En verdad estaba tranquila con la situación, y pudimos ocuparnos de nuestro hijo tan rápido como era posible. Pero emocionalmente, cuando vi tanto dolor en el rostro de mi hijo, me derrumbé. Siempre que ves dolor en los ojos de tus hijos, ya sea por una causa emocional o física, todo lo que quieres hacer como madre es hacer que ese dolor se vaya, cualquiera sea el costo.
Como seres humanos, tenemos compasión y podemos ser empáticos. Vemos a alguien que sufre y queremos ayudarlo. Pero sólo unos pocos seres honrados y santos estarían a la altura de estar dispuestos, si pudieran, a quitar ese dolor y sentirlo ellos mismos. Sin embargo es así cómo una madre (o un padre) se siente cada vez que su hijo se lastima.
¿Cómo sucede esto? ¿De dónde vienen estos sentimientos altruistas? Vienen de dar. Día tras día, noche tras noche. Primero, una mujer le da su cuerpo al bebé que tiene adentro. Sus piernas crecen, siente dolores en la espalda, náuseas, cansancio. Lleva al bebé en su interior, comprometida con un trabajo sagrado de 24 horas diarias: un acto de amor. El bebé nace, y luego hay que alimentarlo, mecerlo, arrullarlo y cambiarle los pañales constantemente. El niño crece y ella tiene oportunidades diarias (y nocturnas) de dar. Cocinarle, lavarle la ropa, ayudarlo con la tarea, recogerle la ropa y los juguetes, cuidarlo cuando está enfermo y jugar con él; día tras día, noche tras noche. Tareas mundanas, cotidianas, actos de amabilidad y desinterés. ¿Alguna vez se acaba? No. El niño crece, las necesidades cambian, las maneras de dar cambian, pero nunca el acto de dar.
El profeta Irmiahu cuenta el amargo exilio de Israel luego de la destrucción del Primer Templo. Entonces escribe: “Se oye una voz en lo alto, un lamento, un llanto amargo; Rajel llora por sus hijos, se resiste a ser consolada por sus hijos, porque ellos se han ido (al exilio)”.1
No es posible consolar a nuestra madre Rajel cuando ve que sus hijos, que su pueblo, sufren. ¡Ay, si habrá llorado por nosotros mamá Rajel, y si habrá querido quitarnos el dolor y el sufrimiento! El Midrash relata cómo los patriarcas y Moshé rezaron ante Di-s para salvar Israel. La súplica de todos era válida y dolorosa, pero Di-s se negó a escucharla. La última fue mamá Rajel, madre del pueblo judío. Rajel le suplicó a Di-s que recordara cómo ella había cambiado de lugar con su hermana en el día de su casamiento para salvarla de la humillación. Rajel alcanzó un nivel de absoluta anulación de sí misma por su hermana. Vio el dolor de su hermana y dijo: “Que este dolor sea en cambio mío”. Este es el caso de una madre que ve que su hijo sufre y quiere detener ese sufrimiento con todo su corazón.
“Así dice Hashem: ‘reprime tu voz del llanto, y tus ojos de las lágrimas; hay pago para tu trabajo, declara Hashem, pues volverán de la tierra del enemigo”’. 2
El profeta continúa en nombre de Di-s. Sí, Rajel, todas esas noches y esos días, todos esos actos de cariño, son vistos y no dejarán de ser recompensados. Gracias a tus lágrimas y a tu desinterés, tus hijos regresarán y vendrá la redención.
Mamá Rajel murió en el único mes del año, marjeshvan, “jeshvan amargo”, que no contiene ni un día festivo ni un día de ayuno colectivo. Murió en un mes mundano desprovisto de fiestas, desprovisto de tragedia. Es un mes de rutina. Un mes de lavar la ropa y preparar viandas para la escuela, un mes de cambiar pañales y hacer la cena. Es el mes de la madre. La increíble ídishe mame, la madre judía, que pone su corazón, su alma, su sudor al cuidado de sus hijos.
Este mes mundano, nos dice el Midrash, es el mes en el que se inaugurará el Tercer Templo Sagrado. Es un mes mesiánico, un mes en el que la mundanidad se transforma en santidad.3
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