Atención abuelos, padres, y todo aquel que tenga recuerdos para compartir: por favor, escríbanlos. Por favor, cuéntennos su historia.
Érase una vez, en las épocas en las que el mundo cambiaba en cámara lenta, que los recuerdos no cumplían el rol que deben cumplir hoy. Los niños se identificaban con el mundo en el que sus padres habían crecido: en su mayoría, era el mismo mundo.
Hoy el mundo evoluciona a un ritmo muy veloz. Los niños educan a sus madres y a sus padres, les enseñan cómo manejarse en la era sin libros, sin cartas, sin cables (¿y sin respeto?) en la que vivimos. Los niños son los maestros; sus padres son los estudiantes de bajo promedio (“Em, ¿cómo uso este aparato, hijo?). Una sociedad patas arriba.
En medio de todo esto, necesitamos estabilidad. Necesitamos tradición. Necesitamos raíces. Necesitamos padres que, aunque no puedan ganarnos en los videojuegos (ni lo intenten), puedan enseñarnos a ser humanos y a ser judíos. Son nuestra conexión a la cadena que comenzó con Abraham y continúa desde hace cuatro milenios, desde la Media Luna Fértil hasta el mundo moderno.
Es por eso que te lo rogamos: cuéntanos sobre el hogar en el que creciste, cuenta las historias que tus padres rememoraban sobre su crianza. Cuéntanos sobre los tranvías del Lower East Side y sobre las payasadas ingeniosas del tío Hymie, sobre la Europa antigua y el frío siberiano. Cuéntanos sobre los tiempos en los que la gente le hablaba a la gente y no a máquinas radioactivas, cuando los amigos eran personas con las que se charlaba y no aquellos a los que se “aceptaba” en Facebook. Llévanos a tu mundo.
No hay nada más constructivo para una relación entre padre e hijo que una conversación abierta en la que el padre se abre a su hijo o a su hija, al traer la dimensión humana a la usual falta de sentimentalidad del ambiente hogareño. Sentarse en la falda de papá o del abuelo a comer galletitas y tomar la leche mientras se escuchan historias de un mundo pasado es el pegamento que une a las generaciones.
Y una cosa más: por favor, también escribe tus historias. A tus hijos no les importa el mal inglés, las faltas en la prosa ni las oraciones inconclusas; quieren tu vida en tus palabras. No dejes que tu vida muera en los recovecos de tu mente; transcríbela para tus hijos, para que se mantenga viva. Ellos te estarán agradecidos por siempre.
Mis propios abuelos, que desafortunadamente fallecieron demasiado pronto como para que los conociera todo lo que me hubiera gustado, por fortuna me dejaron sus memorias en detalle, me dejaron una parte de sí. Los conozco a través de su pluma y siento que estamos conectados.
El quinto libro de la Torá es una memoria. Durante los últimos 37 días de su vida, Moshé contó y escribió la memoria colectiva de los judíos en el desierto y la relación tumultuosa que tuvo con su rebaño durante los cuarenta años de viaje. Es una lectura emocionante.
¿Por qué la memoria? ¿Por qué necesitamos repetir la historia y extraer lecciones de ella?
Moshé quería crear aquel vínculo humano entre la generación de antiguos esclavos que caminó por el desierto y la generación que leería sus memorias en una pantalla digital. Para ayudarnos a identificar nuestras vidas del siglo XXI con las de nuestros ancestros. Para mostrarnos que mucho más de lo que ha cambiado en realidad permanece igual. Él entendía el poder que tenía una historia, el factor humano en la cadena de hierro que es la tradición.
De ahí viene el quinto libro de la Torá. Su nombre es Devarim: “palabras”. El poder de las palabras.
Cuenta tu historia. Tus hijos te lo agradecerán… y te conocerán.
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