Al comienzo de Devarim, Moshé se detiene en la historia de la experiencia de los israelitas en la naturaleza, comenzando por el nombramiento de los líderes del pueblo, cabezas de millares, centenas, cincuentenas y decenas de personas. Continúa:
Y en aquella ocasión mandé a sus jueces, diciendo: “Oigan los pleitos entre sus hermanos, y juzguen justamente entre un hombre y su hermano o el forastero que está con él. No mostrarán parcialidad en el juicio; lo mismo oirán al pequeño que al grande. No tendrán temor del hombre, porque el juicio es de Di-s. Y el caso que sea muy difícil para ustedes, me lo traerán a mí, y yo lo oiré” (Devarim 1:16-17).
De este modo, al inicio del libro en el que resumió toda la historia de Israel y su destino como pueblo elegido, ya le daba prioridad a la administración de la justicia: algo que resumiría de manera memorable en un capítulo posterior (Devarim 16:20), con las palabras: “Justicia, justicia perseguirás”. Las palabras que significan justicia, tzedek y mishpat, son cuestiones fundamentales recurrentes en el libro. La raíz tz-d-k aparece dieciocho veces en Devarim; la raíz sh-f-t, cuarenta y ocho veces.
Estas palabras, a lo largo de las generaciones, han parecido situarse en el corazón mismo de la fe judía. Arbert Einstein dijo de forma memorable que “perseguir el conocimiento por el conocimiento mismo, un amor casi fanático por la justicia, y el deseo de independencia personal: estas son las cualidades de la tradición judía que me hacen agradecer a mis estrellas de la suerte por el hecho de pertenecer a ella”. En el transcurso de un programa de televisión que hice para la BBC, le pregunté a Hazel Cosgrove, la primera mujer en convertirse en jueza en todo Escocia y miembro activo de la comunidad judía de Edimburgo, qué la había conducido a hacer de las leyes su carrera; ella contestó como si fuera evidente: “Porque el judaísmo enseña que ‘justicia, justicia perseguirás”.
Uno de los más grandes abogados judíos de nuestros tiempos, Alan Dershowitz, está por publicar un libro sobre Abraham,1 a quien considera el primer abogado judío (“el patriarca de la profesión legal: un abogado defensor de los damnificados que está dispuesto a arriesgarlo todo, incluso la ira de Di-s, en defensa de sus clientes”), el fundador no sólo del monoteísmo, sino también de una larga estirpe de abogados judíos. Dershowitz da una descripción vívida de los rezos de Abraham en nombre del pueblo de Sdom (“¿No debería el Juez de toda la tierra hacer justicia?”), como una dramatización en un juzgado, con Abraham como abogado de los ciudadanos del pueblo, y Di-s, como si estuviera allí en calidad de acusado. Este fue el primero de muchos episodios semejantes en la Torá y en el Tanaj en los que los profetas discutían sobre la causa de la justicia con Di-s y con el pueblo.
En los tiempos modernos, los judíos alcanzaron protagonismo como jueces en América: entre ellos, Brandeis, Cardozo y Felix Frankfurter. Ruth Bader Ginsburg fue la primera mujer judía en ser nombrada miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Entre 1996 y 2008, dos de los tres miembros del Tribunal Supremo del Reino Unido fueron judíos: Peter Taylor y Harry Woolf. En Alemania, al comienzo de los años 30, a pesar de que los judíos eran el 0,7% de la población, representaban el 16,6% de los abogados y jueces.
Vale la pena destacar una característica del Tanaj en este contexto. A lo largo de la Biblia hebrea, algunos de los encuentros más intensos entre los profetas y Di-s son representados como dramas legales. A veces, como es el caso de Moshé, Irmiahu y Habakuk, el demandante es la humanidad o el pueblo judío. En el caso de Job, es un individuo que ha sufrido de manera injusta. El acusado es Di-s mismo. Elie Wiesel cuenta una historia de judíos que fueron prisioneros de un campo de concentración durante el Holocausto y presentaron un caso contra Di-s.2 En otras ocasiones, es Di-s quien demanda a los hijos de Israel.
La palabra que la Biblia hebrea utiliza para estos singulares diálogos entre el cielo y la tierra3 es riv, que significa “demanda”, y deriva de la idea de que en la tierra la relación entre Di-s y la humanidad —en general y también en específico con el pueblo judío— es un pacto, es decir un acuerdo obligatorio, un compromiso mutuo, basado en la obediencia a las leyes de Di-s por parte de los humanos, y en la promesa de lealtad y amor de Di-s por parte del cielo.
Hay tres características que distinguen al judaísmo. Primero, la idea radical de que cuando Di-s se revela a sí mismo a los humanos, lo hace en forma de ley. En el mundo antiguo, Di-s era poder. En el judaísmo, Di-s es orden, y el orden presupone a la ley. En el mundo natural de causas y efectos, el orden toma la forma de la ley científica. Pero en el mundo humano, en el que hay libre albedrío, el orden toma la forma de la ley moral. De ahí el nombre de los libros mosaicos: la Torá, que significa “dirección”, “guía”, “aprendizaje”, pero antes que nada, “ley”. El significado más básico4 del principio más fundamental del Judaísmo, Torá min hashamaim, la “Torá del cielo”, es que Di-s, y no los humanos, es la fuente de la ley.
Segundo, se nos ha encargado interpretar la ley. Esa es nuestra responsabilidad como herederos y guardianes de la Torá she-be-al pé, la tradición oral. La frase en la que Moshé describe la voz que el pueblo oyó en la revelación del Sinaí, kol gadol velo iasaf, es entendida por los comentaristas de dos maneras que aparentan ser contradictorias. Por un lado, significa “la voz que nunca ha sido escuchada otra vez”; por el otro, significa “la voz que jamás calló”, es decir, la voz que siempre ha sido escuchada.5 Sin embargo, no hay contradicción. La voz que nunca ha sido escuchada otra vez es la que representa la Torá escrita. La voz que siempre ha sido escuchada es la de la Torá oral.
La Torá escrita es min ha-shamayim, “del cielo”, pero sobre la Torá oral el Talmud insiste en que lo ba-shamayim hi, “no está en el cielo”.6 Por eso el judaísmo es una conversación continua entre quien da la ley y quienes la interpretan. Eso es parte de lo que el Talmud quiere decir cuando menciona que “cada juez que emite un juicio verdadero se convierte en socio del Santo, alabado sea, en la labor de la creación”.7
Tercero, para el judaísmo es fundamental la educación, y para la educación es fundamental la instrucción en la Torá, es decir, en la ley. A esto se refería Ieshaiau cuando dijo: “Escúchenme, ustedes que conocen la justicia, pueblo en cuyo corazón está mi ley. No teman el oprobio del hombre, ni se desalienten a causa de sus ultrajes” (Ieshaiau 51:7). Es a lo que se refería Irmiahu cuando dijo: “Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, declara Hashem: pondré mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré; y yo seré su Di-s y ellos serán mi pueblo” (Irmiahu 31:33). Es a lo que Flavio Josefo se refería cuando, hace mil novecientos años, dijo: “Si a alguien de nuestro pueblo le preguntaran sobre nuestras leyes, las repetiría como si fueran su propio nombre. El resultado de nuestra rigurosa educación en nuestras leyes desde el comienzo mismo de la inteligencia es que están, como si realmente lo estuvieran, grabadas en nuestras almas”. Ser un niño judío es ser, como dice la frase inglesa, “educado en la ley”.
El judaísmo no se trata sólo de la espiritualidad. No es un mero código para salvar al alma. Es un conjunto de instrucciones para la creación de lo que el rabino Aaron Lichtenstein llamaba “beatitud societaria”. Se trata de introducir a Di-s en los espacios compartidos de nuestra vida colectiva. Eso necesita de la ley: la ley representa la justicia, honra a todos los seres humanos por igual sin importar su color o su clase social; la ley juzga de manera imparcial entre los ricos y los pobres, los poderosos y los que carecen de poder, incluso, in extremis, entre la humanidad y Di-s; la ley conecta a Di-s, quien nos la da, con nosotros, sus intérpretes; la ley que es la única que permite que la libertad y el orden coexistan, de modo tal que tu libertad no sea el precio de la mía.
No hay duda, entonces, de por qué hay tantos abogados judíos.
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