Hace varios años, escuchando a Santiago Bilinkis y a Gerry Garbulsky hablar en la radio sobre tecnología, yo pensaba: “Esto ya lo escuché. Esto es lo que me enseñaron que iba a pasar cuando viniera el Mashíaj”.
Con el tiempo, algunas de esas cosas dejaron de ser desconocidas y se hicieron cada vez más relevantes y conocidas para la sociedad.
Preguntas sobre cómo sería un mundo sin trabajo, sin dinero, sin enfermedades, sin guerras, con acceso ilimitado a una fuente inagotable de conocimiento, y otras cuestiones similares, dejaron de ser exclusivas para un shiur sobre la Era Mesiánica en la yeshivá para convertirse en parte del debate mainstream, y no por el lado religioso o místico sino por el secular.
Empresarios pragmáticos como Bill Gates, Carlos Slim o Marcos Galperin hablan de cómo sería el mundo en una era postrabajo. Las máquinas con inteligencia artificial como los autos autónomos, los drones de entrega a domicilio, tractores inteligentes que monitorean la siembra y granjas totalmente robotizadas, ya son una realidad.
La parnasá (el sustento) siempre dependió del esfuerzo y el arduo trabajo, del “sudor de la frente”. Es más, en los primeros capítulos del Génesis leemos la maldición del trabajo: en el paraíso idílico el hombre no se debía esforzar para nutrirse, tenía solo que comer de lo que había disponible en el jardín del Edén. En ese paraíso terrenal el alimento era abundante y accesible. Ese paradigma cambió por completo con la expulsión y la maldición divina.
“El suelo estará por consiguiente maldito debido a ti. Obtendrás comida de él con angustia todos los días de tu vida.
Producirá espinos y cardos para ti, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Finalmente retornarás al suelo, puesto que fue de [el suelo] que fuiste tomado. Eres polvo, y al polvo retornarás”. Genesis 1: 17
El suelo está maldito, el destino final es el hambre y el hombre lucha toda su vida para escapar de ese destino fatídico. Pero de esta maldición inferimos cómo sería la bendición, cómo sería el “mundo ideal” planeado por Di-s. Claro, si no hubiera pecado. Pero, pecamos entonces y seguimos pecando ahora.
Para muchos, tener trabajo es una bendición. En estos tiempos de crisis global se remarca esta percepción.
Trabajar para comer fue el paradigma histórico del ser humano, desde los cazadores recolectores que se levantaban cada día sin saber qué había en el menú o qué encontrarán en las trampas, hasta los agricultores que miraban al cielo con esperanza de una lluvia en su tiempo.
Hoy en día millones de personas de todo el mundo trabajan para comer, pero no salen a cazar, salen a buscar una changa entre las sobras que les deja el sistema. Recicladores de cartón, vendedores ambulantes, y muchos más que dependen del ingreso diario para llevar algo a casa.
Un escalón apenas más arriba se encuentra la mayoría de la humanidad que quizás tiene un poco más de estabilidad pero no puede darse el lujo de dejar de trabajar por más de unas semanas sin poner en riesgo su alimentación.
Con la crisis generada por el COVID, muchas de estas falencias del sistema salieron a la luz, muchos países desarrollados ofrecieron recursos estatales para apoyar a estas familias. En Argentina, por ejemplo, millones de familias recibieron un bono de $ 10 000 (un poco más de US$ 100), para ayudarlos a superar esta temporada en la que no tendrían ningún ingreso.
En una encuesta informal entre amigos, conocidos, y voluntarios de los proyectos solidarios en los que soy activista, pregunté: “¿Estarían dispuestos a dejar sus trabajos actuales a cambio de techo y comida para siempre?”
Es decir, si estarían dispuestos a dejar sus trabajos actuales suponiendo que el Estado o una fundación o un padre rico les aseguran su bienestar físico, sin lujos, pero con la certeza que nunca les faltará alimento, vivienda, ropa.
Las respuestas han sido variadas. Pero muchos no son capaces de imaginarse la vida sin tener que trabajar: “¿Y qué haremos durante el día?”, preguntan algunos con desconfianza. La perspectiva de no tener que pensar en la parnasá es tan lejana que muchos ni logran hacer el ejercicio hipotético.
Uno de mis pensadores actuales favoritos, el historiador Yuval Noah Harari, plantea que en una era postrabajo el gran desafío de la humanidad no será cómo proveer los elementos básicos para subsistir, sino el aburrimiento, el tedio y la falta de sentido.
En una sociedad donde la gran mayoría de sus habitantes vivamos de un ingreso universal y seamos superficiales a la economía, tendremos que buscar otras motivaciones para despertarnos en la mañana y conservar nuestra salud mental.
Harari plantea que una parte de la sociedad estará dedicada a los videojuegos y las drogas recreativas (no suena nada mal, pero, ¿cuánto tiempo puede durar hasta que eso también nos canse?). En esto también resuena un modelo de sociedad que nunca hubiese soñado escuchar de la boca de un intelectual secular de izquierda israelí: el modelo ultraortodoxo.
Un porcentaje alto de ortodoxos en Israel no trabaja. Ellos se dedican a estudiar el Talmud, rezar y meditar. Sus familias se mantienen de subvenciones estatales, donaciones y en algunos casos de algún trabajo eventual. Si bien no son la mayoría de la ortodoxia, son un porcentaje importante de la sociedad suficiente como para analizarlo, tal como lo hace Harari en 21 lecciones para el siglo XXI.
Las encuestas de felicidad y satisfacción personal son altas en este grupo demográfico. La vida tiene un sentido, hay una altísima motivación para levantarse y encarar el día, pero sin la preocupación de trabajar.
No estoy seguro de que toda la humanidad se dedicará a estudiar el Talmud en el futuro, ni que en la actualidad este sea el modo de vida preferible, pero sí debemos empezar a buscarle un sentido a nuestra existencia por encima de la mera subsistencia.
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