La primera vez que di mishloaj manot fue en 1960, cuando era estudiante de primer año en la escuela secundaria. Criada en una familia reformista, ese año mi hermana menor y yo aprendimos sobre esta costumbre en la escuela hebrea y decidimos seguirla, a pesar de que los únicos otros judíos en nuestro vecindario eran una pareja europea jubilada de edad avanzada.
Estábamos indecisas, pero aun así nos pusimos los disfraces, tomamos nuestras oznei haman y llamamos a la puerta. Cuando la señora L. abrió, se quedó mirando. Con voz temblorosa, preguntó: “¿Qué es esto?”
Cuando le explicamos que era Purim, empezó a llorar. A través de sus lágrimas, nos dijo que los nuestros eran los primeros trajes de Purim y la primera mishloaj manot que había visto desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Los nazis la habían detenido a ella y a su familia justo antes de Purim; sólo ella sobrevivió. Su marido, a quien conoció después de la guerra, también fue un sobreviviente. Ambos habían perdido a todos y a todo, incluso su fe. Para ella, nuestros trajes y nuestro simple plato de oznei haman eran señales de que había un futuro para el pueblo judío.
Años más tarde y a kilómetros de distancia, me casé con un hombre que administraba un complejo de apartamentos con una gran población judía. Mi primer año allí, llevé mishloaj manot a los 14 inquilinos judíos jubilados. Pero cuando una inquilina no judía dijo que no debía jugar a los favoritos, me di cuenta de que tenía razón. Desde entonces, le di a todos los inquilinos jubilados. Cada año el número creció, hasta mi último año allí cuando distribuí 70 paquetes dentro del complejo.
Sé que algunas personas envían paquetes elaborados de calidad gourmet. Mis golosinas no habrían ganado ningún concurso, ni por el envoltorio ni por el contenido. Consistían en bolsas plásticas de sándwich con oznei haman caseras (de ciruela y albaricoque) y un caramelo (para asegurarme de que había dos tipos de comidas con el fin de cumplir con la mitzvá). Estos eran puestos en bolsas de papel marrón, atados con un remolino de cinta rizada a la que adjuntaba una etiqueta colorida generada por computadora que decía “Feliz Purim”. Pero a juzgar por la alegría en los rostros de los destinatarios, los paquetes eran perfectos.
Para mí, esta costumbre es una forma de conectar con los demás. He aprendido que mi simple regalo de comida puede ser como una onda en el agua que llega a un lugar nunca imaginado.
Un año, no distribuí los paquetes hasta Purim por la tarde, y dos diferentes inquilinos judíos me dijeron que se habían preocupado de que me haya olvidado de ellos. El primer año que entregué mishloaj manot, esos ancianos confinados no tenían idea de qué era Purim. Pero debido a mis regalos, habían comenzado a prestar atención al calendario y eran muy conscientes de cuándo llegaba la festividad.
Tan recientemente como hace dos años, mi segundo año en Israel, mis mishloaj manot volvieron a tener un resultado inesperado. Vecinos no religiosos compartieron mis oznei haman con un amigo, el dueño de un pequeño supermercado en nuestro vecindario. Nunca había comprado allí, pero unos días después de las vacaciones, me detuve por primera vez. El propietario de alguna manera me reconoció, preguntando si yo le había dado mishloaj manot a Misja y Marina. Debido a ese regalo, inmediatamente me convertí en una cliente valiosa para ese tendero y no sólo en alguien más que ingresaba ocasionalmente a su tienda.
Estas maravillosas experiencias —memorables para mí y probablemente para los destinatarios también— no habrían sucedido si solo hubiera intercambiado mishloaj manot dentro de mi círculo habitual. Sucedieron porque fui más allá.
En el libro de Ester, Amán le dijo a Ajashverosh: “Hay una nación regada y dispersa entre los pueblos...”1 El Rebe de Lubavitch enseñó que el significado de esto es que el pueblo judío no sólo estaba separado, viviendo en muchas partes de Persia, sino que también había perdido su unidad como pueblo.
El ayuno comunitario solicitado por la reina Ester fue la primera acción unificadora de los judíos desde que habían sido exiliados. Más tarde en el libro de Ester, Mordejai les dice a los judíos que conmemoren su liberación de la destrucción “enviando delicias unos a otros, y regalos a los pobres”.2
Al instruir al pueblo a intercambiar regalos de manjares con sus vecinos y también a regalar a los pobres, Mordejai tal vez estaba enseñando a su pueblo —y por extensión, a nosotros— que la generosidad con otros miembros de la comunidad judía tiene el poder de unirnos.
Después de experimentar tanto aislamiento por la pandemia de coronavirus, espero este año, a través de mis mishloaj manot, acercar a la comunidad de judíos que pueden sentirse solos, olvidados o alienados. Llamar a residencias locales de ancianos y a asilos podría producir sorpresa en algunas instalaciones con uno o dos residentes judíos, una buena parte de los cuales pueden no darse cuenta de cuando llega Purim y rara vez tienen visitantes.
Para los olvidados o solos, incluso sólo una bolsa de sándwich con delicias inesperadas, junto con una sonrisa y un deseo de un “¡Feliz Purim!” hará que la festividad sea inolvidable. Si usted tiene niños que puedan disfrazarse y repartir los paquetes, entonces usted les dará a los destinatarios un regalo adicional, y sus hijos aprenderán lo bien que se siente hacer feliz a otra persona. Es un ganar-ganar.
Si quiere darles oznei haman u otros productos horneados a personas que tal vez no coman las cosas que usted prepara en casa, cómprelas en una panadería kósher e incluya el nombre o tarjeta de presentación de la panadería. Más fácil aún, simplemente empaque una bolsa de papitas fritas kósher y una fruta. (De esa manera, incluso alguien con una dieta diabética o sin gluten puede disfrutar de su regalo.)
Sea cual sea su regalo de comida, estará poniendo otro ladrillo en el largo camino de la vida comunitaria judía.
¡Feliz Purim!