Esto sucedió durante los primeros días de la Guerra del Golfo, cuando todavía no estaba claro si alguno de los misiles apuntaba hacia Jerusalén. La gente tomaba precauciones y no salía de sus casas, manteniéndose cerca de las habitaciones selladas y máscaras anti-gas.

Ir o no ir a la mikve esa noche? Mis sentimientos eran ambiguos, pero había llevado la cuenta de los siete días y me correspondía realizar la inmersión. Nunca había faltado a mi cita con la mikve, superando muchos inconvenientes: el casamiento de una amiga que coincidió con esa noche, reuniones de padres y maestros fijadas para esa misma hora, o los viernes de noche en que tenía que pedir disculpas a una casa llena de invitados para el Shabat, murmurando que iba a visitar a una amiga y regresar, con todo el mundo esperando mi llegada para poder pronunciar el Kidush y empezar con la cena.

Pero esto era distinto, era más que un inconveniente; podía ser peligroso. Hice la mayoría de mis preparativos en casa antes de atreverme a salir, después del anochecer, a las calles silenciosas. La mikve más cercana estaba a cuatro largas calles de mi casa, y fui corriendo casi todo el camino. Todo el tiempo iba pensando cómo iba a salir disparada hacia mi casa si empezara a sonar una de esas temidas sirenas.

Cuando abrí la puerta de la mikve sentí que el corazón me estaba latiendo con fuerza. La sala de espera, llena de vapor, rebosaba de mujeres. Hablaban de la guerra, pero era evidente que la situación no las había obligado a quedarse en sus casas.

Aquí en la mikve, la rutina era la de siempre, con varias docenas de mujeres en diferentes etapas de su preparación para la inmersión. Le pregunté a la atareada asistente qué era lo que se suponía que yo tenía que hacer en caso que empezara a sonar una sirena, señal de un ataque con misiles. Mi pregunta pareció dejarla desconcertada. La noche anterior las sirenas habían sonado dos veces y nadie había interrumpido la preciosa mitzvá de la mikve. Incluso las amenazas más serias al pueblo judío durante las guerras anteriores no habían impedido que las mujeres judías observaran el precepto de la Mikve.

Mi pregunta no era académica.  Algunos minutos más tarde, cuando estaba en mi vestuario, escuché que empezaba a sonar una sirena. Estaba sosteniendo una barra de jabón y quedé con la mano suspendida en el aire.

El ulular de la sirena era como algo que estaba sucediendo en un sueño y parecía llegar de muy lejos. Más reales e inmediatos eran los sonidos del chapoteo del agua y las voces de las mujeres. Aquí nos concentrábamos exclusivamente en las preparaciones y nuestra expectativa antes del momento de la inmersión iba en aumento.

Saddam Hussein se hubiera puesto furioso. Su intención de aterrorizarnos no había tenido éxito con nosotras y no estábamos acatando sus órdenes.  Hashem tenía el control del mundo y nosotras estábamos siguiendo Sus directivas. En nuestra calidad de mujeres judías casadas, este era el momento de sumergirnos en la mikve, y nada iba a detenernos.

Esas sirenas amenazadoras no hicieron que llevara a cabo los preparativos a toda prisa. Por el contrario, en cierta forma disfruté con placer de cada momento de la mitzvá. Me sentía especialmente orgullosa de mí misma y de todas esas otras mujeres que habían sido más listas que Saddam Hussein, así como profundamente conectada con todas esas mujeres que, a lo largo de la historia judía, tercamente habían mantenido la mitzvá de la mikve aún en circunstancias difíciles y a veces peligrosas.

Recordé a mi amiga que vivía en la zona norte central de los Estados Unidos, quien viajaba seis horas de ida y otras seis de vuelta para poder ir a la mikve más cercana. En Jerusalén hay varias mikvaot a las que puedo ir caminando desde mi casa. Recuerdo una sola oportunidad en la que el agua de la mikve estuvo fría, y el motivo fue que se había roto una caldera. Leí que hay mujeres judías que viven en Siberia y que cortaban el hielo que cubría el río para poder sumergirse observando así la mitzvá de la mikve.

La mujer tiene tres mitzvot especiales: separar la jalá, encender las velas de Shabat y la mikve. Al menos a primera vista, las velas de Shabat y la jalá son algo sencillo y que no lleva demasiado tiempo. En cambio la mikve está repleta de una miríada de acciones e intenciones. Aunque una mujer se sumerja cientos de veces en una mikve, siempre volverá a quedar transformada por esa experiencia.

He llegado a respetar a la mikve no solamente como una obligación, sino como un claro privilegio que me ha sido conferido por mi calidad de mujer casada.  Hubo momentos en que me costaba mucho dejar a mis hijos para ir a la mikve. Les decía que iba a un taller para mamás y que estaría volviendo en pocas horas. Entonces, a escondidas, armaba mi bolso poniendo una toalla, salida de baño, jabón, pasta de dientes, y, mientras me iba dirigiendo hacia la puerta, despreocupadamente me despedía.

Todo el camino hacia la mikve lo hacía obsesionada por la ansiedad de la separación. Nunca me afectó de la misma manera el tener que dejarlos para ir a un casamiento o a un bar mitzvá.

He encontrado la siguiente explicación: la experiencia de prepararnos para la inmersión y la inmersión propiamente dicha son absolutamente absorbentes. Durante ese espacio de dos o tres horas no existe otra cosa. Todo el resto del mundo pasa a otro plano, se aleja en la distancia. La mujer que atraviesa la puerta de la mikve no es la misma que, después de su inmersión, sale por la misma puerta. Cuando vuelvo a mi casa y me encuentro con mi marido y mi familia me siento como si estuviera volviendo de un largo viaje, después de haber estado en un lugar donde me conecté con el Eterno y el Infinito.

Lo que sucede en la mikve es irresistible y místico. Una mujer ni siquiera tiene que ser consciente de las implicancias, pero quien ha estado concurriendo durante muchos años a la mikve empieza a darse cuenta que, cada vez que acude a ella, sale completamente cambiada. Ha limpiado cada centímetro de sí misma al extremo que parece haberse convertido en un nuevo ser: se liman las durezas y su cabello es cuidadosamente desenredado. A lo largo de los años, una mujer va refinando permanentemente sus métodos y enfoque. Un cepillo de dientes pequeño se convierte en una invalorable herramienta, o encuentra que un hilo de plástico le resulta más conveniente que el hilo dental y empieza a usar champú en lugar de jabón para su aseo final, ya que no le deja una película sobre la piel.

Paradójicamente, todo el énfasis que se pone en lo físico conduce a una mayor percepción espiritual. Físicamente ella ha sido purificada hasta su propia esencia. Es en ese estado que puede sentir que está existiendo como un alma en la eternidad.

Y entonces, después de toda esa tarea y de verificar que cada uña ha sido cortada y que ninguno de los cabellos que se han desprendido haya quedado sobre la piel, solamente entonces está pronta para entrar en la mikve propiamente dicha. Contiene la respiración y se sumerge completamente en el agua. Emerge para tomar aire y es como una criatura recién nacida. Pronuncia la oración y, en su corazón, murmura sus plegarias personales antes de volver a ingresar en el agua.