Hace algunos años me visitó el entonces embajador estadounidense ante la Corte de St. James, Philip Lader. Me habló de un proyecto fascinante que había iniciado con su esposa en 1981: se habían dado cuenta de que muchos de sus contemporáneos estarían en posiciones de poder e influencia en un futuro no muy lejano. Pensaron que sería útil y creativo reunirse de vez en cuando para realizar un retiro de estudios con el objetivo de compartir ideas, escuchar a los expertos y formar amistades. De esta manera podrían pensar colectivamente los desafíos por enfrentar en los años siguientes. Así crearon los llamados Fines de Semana del Renacimiento, que se siguen realizando.
Lo más interesante que me contó fue que descubrieron que los participantes, todas personas excepcionalmente dotadas, encontraron una cosa particularmente difícil de hacer: admitir que habían cometido errores. Los Lader entendieron que esto era algo importante que debían aprender. Los líderes, por encima de todo, deben ser capaces de reconocer cuándo y cómo cometieron un error, y cómo enmendarlo. Se les ocurrió una idea brillante: destinaron una sesión de cada fin de semana para que una figura reconocida de algún campo diera una conferencia sobre el tema "Mi blooper más grande". Dado que soy inglés y no estadounidense, tuve que pedir una traducción. Así descubrí que un blooper es un error vergonzoso, una metida de pata, un paso en falso, una equivocación, un fashlá, un balagán (lío), algo que no deberíamos haber hecho y nos avergüenza admitir que hicimos.
Esto, en esencia, es lo que Iom Kipur es en el judaísmo. En tiempos del Tabernáculo y del Templo, era el día en que el hombre más santo de Israel, el sumo sacerdote, realizaba la expiación, primero de sus propios pecados, luego de los de su "casa" y después de los de todo Israel. Desde el día en que el Templo fue destruido, no hemos tenido sumo sacerdote ni los rituales que él realizaba, pero todavía tenemos el día y la capacidad de confesar y rezar por el perdón. Es mucho más fácil admitir nuestros pecados, fallas y errores cuando otras personas hacen lo mismo. Si un sumo sacerdote, o los otros miembros de nuestra congregación, puede admitir sus pecados, nosotros también podemos.
He sostenido en otro lugar (en la introducción al majzor de Iom Kipur de Koren) que el paso del primer Iom Kipur al segundo fue una de las grandes transiciones en la espiritualidad judía. El primer Iom Kipur fue la culminación de los esfuerzos de Moshé para asegurar el perdón para el pueblo después del pecado del becerro de oro1 . El proceso, que empezó el 17 de Tamuz, terminó el 10 de Tishrei, el día que luego se convirtió en Iom Kipur. Ese fue el día en el que Moshé descendió del monte con el segundo juego de tablas, el signo visible de que Di-s había reafirmado su pacto con el pueblo. El segundo Iom Kipur, un año después, dio comienzo a una serie de ritos establecidos en la parashá de esta semana2 , realizados en el mishkán por Aarón en su papel de sumo sacerdote.
Las diferencias entre los dos fueron inmensas: Moshé actuó como un profeta, y Aarón, como un sacerdote; Moshé estaba siguiendo su corazón y su mente, improvisando como respuesta a la respuesta que Di-s había dado a sus palabras, y Aarón realizaba un ritual coreografiado, en el que cada detalle estaba establecido de antemano; el encuentro de Moshé fue ad hoc, una obra única e irrepetible entre el Cielo y la Tierra, y Aaron era lo opuesto: las reglas que seguían nunca cambiaron a lo largo de las generaciones mientras existió el Templo.
Las oraciones de Moshé en nombre de su pueblo estaban llenas de audacia, de lo que los sabios llaman jutzpá kelapei shemaiá, “la audacia hacia el cielo”, que alcanzó el clímax en estas palabras asombrosas: “Ahora, si es tu voluntad, perdona su pecado y si no, bórrame del libro que has escrito”3 , mientras que el comportamiento de Aarón, por el contrario, estaba marcado por la obediencia, la humildad y la confesión. Había rituales de purificación, sacrificios por el pecado y expiaciones, tanto por sus propios pecados como por los de su “casa” y los de su pueblo.
El paso de Iom Kipur I al Iom Kipur II fue un clásico ejemplo de lo que Max Weber llamó la "rutinización del carisma", es decir, hacer un ritual de un momento único, convertir una “experiencia cumbre” en una parte habitual de la vida. Hay pocos momentos en la Torá que tengan la intensidad que tiene el diálogo entre Moshé y Di-s después del becerro de oro. Pero a partir de entonces la pregunta es: ¿cómo podemos nosotros lograr el perdón cuando ya no tenemos a Moshé, a los profetas o un acceso directo a Di-s? Los grandes momentos cambian la historia, pero lo que nos cambia a nosotros es el hábito poco espectacular de realizar ciertos actos una y otra vez hasta que reconfiguran el cerebro y cambian los hábitos de nuestro corazón. Estamos formados por los rituales que realizamos de manera repetida.
A pesar de esto, la intercesión de Moshé ante Di-s no indujo, en sí misma, un estado de ánimo penitente al pueblo. Es cierto que llevó a cabo una serie de actos dramáticos para demostrarle al pueblo su culpabilidad. Pero no tenemos ninguna evidencia que demuestre que efectivamente lo hayan interiorizado. Los actos de Aarón eran diferentes: implicaban la confesión, la expiación y la búsqueda de una purificación espiritual; implicaban un reconocimiento sincero de los pecados y las fallas de las personas, y comenzaron con el mismísimo sumo sacerdote.
El efecto de Iom Kipur –extendido a las oraciones de gran parte del resto del año por medio de tajanún (oraciones de súplica), vidui (confesión) y slijot (oraciones por el perdón)– fue el de crear una cultura en la que las personas no tienen vergüenza o temor de decir "me equivoqué, pequé, cometí errores". Eso es lo que hacemos en la letanía de los males que enumeramos en Iom Kipur en dos listas alfabéticas, una que comienza con Ashamnu, bagadnu, y la otra a partir de Aljet shejatanu.
Como descubrió Philip Lader, la capacidad de admitir los errores no es algo generalizado. Racionalizamos. Justificamos. Negamos. Culpamos a los demás. Ha habido varios libros importantes sobre el tema en los últimos años; entre ellos, el de Mateo Syed Pensamiento caja negra. Y por qué algunos nunca aprenden de sus errores4 ; el de Kathryn Schulz, En defensa del error5 y el de Carol Tavris y Elliot Aronson, Se cometieron errores (Pero no los cometí yo)6 .
A los políticos les resulta difícil admitir sus errores. Lo mismo ocurre con los médicos: los errores médicos que se podrían prevenir causan más de 400.000 muertes cada año en los Estados Unidos. Lo mismo ocurre con los banqueros y los economistas. La crisis financiera de 2008 fue predicha por Warren Buffett en 2002. A pesar de las advertencias de varios expertos sobre lo insostenible que era el nivel de los préstamos hipotecarios y el apalancamiento de la deuda, sucedió. Tavris y Aronson cuentan una historia similar sobre la policía: una vez que identificaron a un sospechoso, no están dispuestos a admitir aquellas evidencias que prueban su inocencia. Y así sucesivamente.
Las estrategias para evitar estas situaciones son casi infinitas. La gente dice: “No fue un error”, "dadas las circunstancias, era lo mejor que se podría haber hecho”, “fue un pequeño error”, “dado lo que sabíamos en ese momento, no se podía evitar”, "otro tuvo la culpa”, “nos dieron la información equivocada” o “fuimos aconsejados incorrectamente”. De esta manera, las personas escapan, se envuelven en la negación o se ven a sí mismas como víctimas.
Tenemos una capacidad casi infinita para interpretar los hechos de una manera que nos reivindica a nosotros. Como dijeron los sabios en el contexto de las leyes de la pureza: “Nadie puede ver sus propios defectos, sus propias impurezas"7 . Somos nuestros mejores defensores en el tribunal de la autoestima. Es raro que una persona tenga el valor de decir, como lo hicieron el sumo sacerdote o el rey David después de que el profeta Natán lo confrontara con su culpabilidad en la relación entre Uriá y Batsheva, jatati, "He pecado"8 .
El judaísmo nos ayuda a admitir nuestros errores de tres maneras. La primera es a través del conocimiento de que Di-s perdona. Él no nos pide no pecar nunca; él sabía de antemano que su don de la libertad podría ser mal utilizado alguna vez. Todo lo que nos pide es que reconozcamos nuestros errores, que aprendamos de ellos, que los confesemos y que decidamos no volver a hacerlos otra vez.
La segunda es gracias a la clara separación del judaísmo entre el pecador y el pecado. Podemos condenar un acto sin perder la fe en el agente.
La tercera es el aura Iom Kipur que se extiende sobre el resto del año. Ayuda a crear una cultura de la honestidad en la que no nos avergonzamos de reconocer los errores que hemos cometido. Y a pesar del hecho de que, técnicamente, Iom Kipur se centra en nuestros pecados con Di-s, una simple lectura de las confesiones en Ashamnu y Al jet nos muestra que, en realidad, la mayoría de los pecados que confesamos tienen que ver con nuestras relaciones con los demás.
Lo que Philip Lader descubrió acerca de sus contemporáneos de alto vuelo el judaísmo lo internalizó mucho tiempo atrás. Ver a los mejores admitir que ellos también cometen errores es profundamente potenciador para el resto de nosotros. El primer judío en admitir que cometió un error fue Iehudá, que había acusado injustamente a Tamar de una falta en su conducta sexual y luego, al darse cuenta de que se había equivocado, dijo: "Ella es más justa que yo"9 .
Es más que una mera coincidencia el hecho de que el nombre Iehudá venga de la misma raíz que vidui, "confesión". En otras palabras, el hecho de que seamos llamados judíos –iehudim– significa que somos el pueblo que tiene el valor de admitir sus errores.
La autocrítica honesta es una de las marcas inconfundibles de la grandeza espiritual.
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