La vida, como todos sabemos, es una serie de errores garrafales. Nunca, nunca, lo hacemos bien la primera vez.

¿Es de suponer que debe ser de esta manera? Obviamente no. ¿Por qué no? Bueno, si algo es un error, entonces, por definición, es algo que no debería haber sucedido. Pero no importa la semántica, hablemos de intuición. Confío más en mi intuición que en cualquier silogismo. Bueno, cada vez que empiezo a ver cómo se desarrolla otro de los errores de mi vida, cada fibra de mi interior grita: “¡Noooo! ¡Esto no debería estar pasando...!”

Sin embargo, si le quitamos a la vida todos sus comienzos en falso, todos sus giros equivocados, oportunidades perdidas, presunciones ingenuas, primeros intentos torpes y experiencias aprendidas de la manera difícil, ¿qué queda? Nada que realmente valga la pena.

Entonces bien, digamos que dejamos de lado la intuición y el instinto y decimos que se supone que ocurren los errores garrafales, como parte del gran plan de Di-s para hacer que la vida valga la pena. Pero si ese es el caso, estamos de vuelta en el espacio insípido y sin sentido de una vida preprogramada por la que no vale la pena pasar por todos esos problemas. Además, ¿cómo podrían mis errores ser cosas que Di-s siempre quiso que sucedieran, si muchos, la mayoría (¿todos?) de ellos son el resultado de acciones que Di-s me dijo específicamente que no quiere que sucedan?

Eso es lo loco de los errores garrafales. Sin ellos, no hay nada. Sin embargo, si hay algo que podemos decir sobre ellos con absoluta convicción, es que no se supone que deben suceder. ¿Cómo puede algo tener que suceder y no tener que suceder al mismo tiempo?

Di-s sabe, pero no quiere decir.