Corrían los terribles días del Ghetto de Varsovia. La familia de Elbaum- Israel, Jaia y su única hija, Tamar—se había escondido en un bunker. Allí estaban relativamente seguros, pero ahora el problema que surgió era que ya habían vaciado su pequeño depósito de comida. Alguien tendría que emerger a las calles e intentar adquirir un poco de pan para que la familia sobreviva.

La única opción lógica era la pequeña Tamarele. Una niña joven muy probablemente pasaría mucho más desapercibida por las bestias Nazis que un adulto. Temprano en la mañana, antes del alba, Tamarele se arrastró hacia afuera, para empezar la búsqueda de comida para ella y sus padres.

Sus padres no tenían ninguna manera de saber que esa misma mañana los alemanes estarían dirigiendo uno de sus más notorias redadas. Irrumpieron en las casas y arrestaron a cada judío que hallaron en las calles, reuniéndolos a todos luego, cual un rebaño, en la plaza de Haumshalagplatz. Un temblor pasó por el Barrio judío; de Haumshalagplatz había sólo un destino conocido: el infierno de Treblinka.

Los Nazis ya habían capturado y congregado un gran número de personas- hombres, mujeres y niños. Los llantos de los niños separados de sus padres rompían los corazones de todos los adultos. No obstante, detenían a los pequeños que intentaban regresar a sus casas, pues temían que los brutales Nazis les dispararan en la marcha.

La noticia de la correría llegó a los Elbaums. Ellos se paralizaron por el miedo por lo que pudo sucederle a Tamarele. Las horas pasaban y ella no había vuelto todavía. No quedaba otra cosa que pensar que- Di-s libre- ella también había sido capturada.

Miraban fijamente hacia la entrada del bunker, mientras prestaban atención a cada pequeño sonido que venía de esa dirección. A medida que los minutos y horas pasaban, Israel y Jaia sentían como si el cielo estuviera a punto de caerse sobre sus cabezas. La única luz en la opresiva oscuridad de sus vidas era su pequeña y preciosa Tamarele. Su fuerte amor hacia ella era lo que los mantenía vivos, y ahora tenían que enfrentar la ineludible conclusión de que ella estaba entre las almas abandonadas bajo las armas alemanas en Haumshalagplatz.

Con determinación feroz se deslizaron fuera de su escondite. Entendieron que no tenían ninguna opción viable para salvar a su hija de las bestias Nazis; todos lo que podrían lograr era ponerse también en peligro. Pero no era la lógica la que estaba guiando sus opciones. Su conducta paternal no podría extirparse.

Entonces, Israel tuvo una idea. Recordó que un conocido suyo, llamado Perlstein, era miembro de la policía judía del Ghetto. Él incluso conoció a su hija y a veces mostró su afecto hacia ella. Quizás el kapo podría ser su salvador, pensaron. ¡Estaban tan entusiasmados que desearon poder socavar a través de las paredes de todas las estructuras intermedias para localizar la vivienda de Perstein! En ese edificio, el número 9 de la Calle Dejilna, vivía la mayoría de los policías judíos y sus familias.

Cuando Perlstein contestó el golpeteo frenético en la puerta, se sorprendió al ver a los Elbaum allí de pie. Ellos le contaron rápidamente la trágica historia de la captura de Tamar, y él lo tomó muy a pecho. Durante unos minutos, un pesado silencio dominó el cuarto. La pareja podía ver que el policía estaba atormentando su cerebro para intentar proponer un plan para rescatar a la pequeña Tamarele.

De repente los rasgos de Perlstein parecieron animarse. Se quitó su gorra del uniforme policiaco de su cabeza, arrancó su tarjeta de identificación policíaca de su bolsillo, y colocó ambas cosas en la mano de un sorprendido Israel Elbaum.

"Tome esto y corra a Haumshalagplatz. ¡Corra!" enfatizó. "Antes de que sea demasiado tarde. Diga a los policías que su hija está entre los capturados, y ellos ayudarán a que usted consiga liberarla y no se la llevarán. Ésta es una ley no escrita entre nosotros—nadie secuestra a los niños de los policías."

Perlstein entendió muy bien que por esta maniobra estaba poniendo en peligro su propia vida. Pero los rostros de la desesperada pareja, pidiendo frenéticamente ayuda, lo compelieron a ofrecer esta frágil oportunidad, a pesar del propio riesgo personal.
Israel miró fijamente a Perlstein como si fuera una aparición en un sueño. Parecía tan simple, y a pesar de ello, un plan seguro. Su corazón empezó a latir con esperanza. Su esposa empezó a llorar con feliz expectativa y sus ojos, también, se llenaron con lágrimas. ¿Realmente podría ser que en un corto tiempo recuperarían a su preciosa Tamarele? Ellos intentaron expresar su gratitud a Perlstein pero las palabras no salían. Él los interrumpió rápidamente, insistiendo que no había tiempo para hablar. Ellos debían darse prisa.

Israel se puso la gorra policíaca y colgó el documento en su bolsillo. Estaba a mitad de camino, cuando Perlstein lo llamó por su nombre. Él volvió su cabeza y el kapo le dijo: "Un momento. Hay una cosa que olvidé decirte. Ya es muy tarde. Eso significa que los capturados en Haumshalagplatz ya han sido contados. Así que tendrás que tomar a otro niño en tu camino para reemplazar a tu hija, y así los alemanes tendrán su cuota y no notarán que hay un error."

Las palabras inesperadas golpearon a Israel como una cachiporra. Sus manos cayeron a sus lados; sus hombros se inclinaron. Se heló en la puerta como si se hubiera paralizado. Finalmente, se dio la vuelta para enfrentar a su esposa y al policía, despacio. Con mano temblorosa se quitó la gorra policíaca de su cabeza y la identidad de su bolsillo, y los puso cuidadosamente en la mesa. Tomó la silla más cercana y despacio se dejó caer sobre esta.

Su cara estaba blanca, pálida. La esperanza se había aplastado y convertido en yerma desesperación. Sentía que el rápido cambio de un extremo a otro amenazaba su sanidad mental. Empezó a llorar. Entre sollozos, gritó: "¡Mi hija preciosa, mi única querida hija! ¡No! No, no puedo. No debo, mi hija... Sólo a ti me está permitido sacrificar. No al hijo de otro. ¡Sólo a la mía!. Sólo a mi propia hija..."