Cuando un padre ama al hijo, se hinca hacia el niño con tal amor que deja su lenguaje para hablar el lenguaje del niño, deja su lugar para jugar los juegos del niño, abandona todo su mundo y la madurez que adquirió en treinta o cuarenta años, o más, para entusiasmarse sinceramente por aquello que apasiona al niño, para reaccionar como el niño, para vivir con el niño en su mundo, con todo su ser...
Pero no es un niño. Es un adulto, aun al jugar con el niño. Y precisamente, porque en verdad es un adulto, puede permitirse ser niño permaneciendo adulto.
Nuestro D-os siente nuestro dolor y nuestra alegría. Vive íntimamente con nosotros en nuestro mundo. Pero es Infinito, más allá de todo, aun al vivir en nuestro mundo.
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